Siempre había pensado que Rigel era como la luna.
Una luna negra que preservaba su lado oculto a los ojos de todos. Resplandecía en su oscuridad hasta ensombrecer incluso las estrellas.
Pero me equivocaba.
Rigel era como el sol.
Inabarcable, ardiente, inalcanzable.
Quemaba la piel.
Dejaba marcas en el rostro.
Desnudaba mis pensamientos y sembraba en mi interior sombras que lo
envolvían todo.
Cuando llegaba a casa, su chaqueta siempre estaba allí. Hubiera querido
decir que me resultaba indiferente, pero sería mentirme a mí misma. Todo era distinto cuando él estaba cerca.
Mis ojos lo buscaban.
Mi corazón se hundía.
Mi mente no me daba tregua y el único modo de no encontrarme con aquella mirada perturbadora era encerrarme en mi habitación todo eltiempo, hasta que Anna y Norman regresaban.
Me ocultaba de él, pero lo cierto era que había algo que me atemorizaba
mucho más que su mirada cortante o su temperamento glacial e impredecible.
Algo que se agitaba en mi pecho, aunque nos separasen paredes y ladrillos.
Pero una tarde decidí dejar a un lado mis recelos y bajar al jardín para disfrutar un poco del sol.
Aquí el mes de febrero era benigno, claro y fresco; nunca teníamos inviernos excesivamente rigurosos en la zona. A aquellos que como yo habían nacido y vivido al sur de Alabama no les resultaba difícil imaginarse estaciones tan suaves: árboles desnudos y calles mojadas, nubes blancas sobre un cielo cuyos amaneceres ya olían a primavera.
Me encantó volver a sentir la hierba bajo mis pies descalzos.
El sol dibujaba un encaje de luces sobre el prado mientras yo estudiaba a la sombra de un albaricoque, recobrando una pizca de serenidad.
De pronto, un ruido llamó mi atención.
Me puse en pie y me acerqué, intrigada, pero en cuanto descubrí el origen de aquel sonido, vi que no se trataba de nada prometedor.
Era un abejorro. Una de sus patitas estaba atrapada en el barro y, cuando trataba de volar, las alas producían un zumbido.
Pese a toda mi delicadeza, no pude evitar mirarlo con miedo en los ojos, por primera vez estaba indecisa frente a un bichito en apuros. Las abejas me encantaban, con sus patitas rechonchas y sus collares peludos, pero los abejorros siempre me habían infundido cierto temor.
Unos años atrás, me había llevado un buen picotazo; me dolió durante días y no me apetecía demasiado revivir aquel dolor.
Pero él seguía agitándose de un modo tan inútil y desesperado que mi parte más tierna se impuso. Me acerqué sin tenerlas todas conmigo, me debatía entre el miedo y la compasión. Traté de ayudarlo con un palito,tensa, pero salí corriendo al tiempo que profería un gritito agudo en cuanto volvió a emitir aquel zumbido cavernoso. Regresé con el rabo entre las piernas, afligida pero dispuesta a ayudarlo de nuevo.
—No me piques, por favor —le imploré mientras el palito se rompía en el barro—, no me piques...
Cuando por fin logré liberarlo, noté una sensación de alivio en el pecho. Por un instante, casi tuve ganas de sonreír.
El insecto emprendió el vuelo.
Y yo me puse pálida.
Tiré el palito y eché a correr como una loca; oculté el rostro entre las
manos, gritando de un modo vergonzoso y pueril. Tropecé con mis propios pasos y perdí el equilibrio en las baldosas del caminito. Me habría caído si alguien no me hubiera cogido de las manos en el último momento.
—Pero ¿qué...? —oí a mi espalda—. ¿Estás loca?
Me volví de golpe, desconcertada, sin soltar las manos que me sujetaban. Alguien me estaba mirando con el semblante pálido.
—¿Lionel?
¿Qué estaba haciendo él en el jardín de casa?
—Te lo juro —exclamó embarazado—, no te estoy persiguiendo.
Me ayudó a incorporarme y yo me sacudí un poco de tierra que me había
quedado en la ropa, sorprendida de que estuviera allí. Señaló la calle. —Vivo aquí cerca. Unas manzanas más allá. Iba por la acera y te he oído gritar. Me he llevado un buen susto —dijo en tono recriminatorio,
mirándome con severidad—. ¿Se puede saber qué te traías entre manos? —No, nada. Había un insecto... —dije, saliéndome por la tangente
mientras buscaba el abejorro con la mirada—. Y me he asustado.
Él me observó enarcando una ceja.
—Y... ¿no podías matarlo, en lugar de gritar?
—Pues claro que no. ¿Qué culpa tiene él de que me dé miedo? —fruncí
el ceño, más bien irritada.