Yo nunca fui fuerte.
Nunca lo logré.
«Tienes una naturaleza de mariposa, eres un espíritu del cielo», decía
mamá. Me puso el nombre de Nica porque le encantaban las mariposas por encima de cualquier otra cosa.
Nunca lo olvidé.
Ni cuando su sonrisa se apagó entre mis recuerdos.
Ni cuando de ella no me quedó más que la delicadeza.
Lo único que yo había deseado siempre era una segunda oportunidad.
Y me encantaba el cielo por lo que era, un manto terso y nubes blancas.
Me encantaba porque, después de una tormenta, siempre llegaba la calma. Me encantaba porque, cuando todo se venía abajo, el cielo seguía estando allí.
«Tienes una naturaleza de mariposa», decía mamá. Por una vez, hubiera deseado que se equivocase.
Solo quien ha conocido la oscuridad crece buscando la luz.Recordaba aquel rostro como la piel recuerda un cardenal: era una mancha en mis recuerdos que nunca se iría.
Lo recordaba porque me lo había grabado demasiado hondo como para olvidarlo.
Lo recordaba porque había intentado quererlo, como si ella fuera mi segunda oportunidad.
Y fue mi mayor pesar.
A mí me encantaba el cielo y ella lo sabía. Lo sabía, del mismo modo que sabía que Adeline odiaba los ruidos estridentes y Peter tenía miedo de la oscuridad.
Ahí donde más nos dolía, ahí llegaba ella. Usaba nuestras debilidades y también aquellas cosas en las que incluso los más mayores aún éramos un poco niños. Como nuestras muñecas, teníamos todas las formas posibles de costuras y de miedos, pero ella siempre lograba dar con el hilo que nos descosía pedazo a pedazo.
Nos castigaba porque nos portábamos mal.
Porque era lo que los niños malos se merecían, la expiación de su culpa. Yo no sabía cuál era la mía. La mayoría de las veces ni siquiera
comprendía por qué lo hacía.
Era demasiado pequeña para comprender, pero recordaba cada uno de
aquellos momentos como si los llevara tatuados en la memoria.
No desaparecían nunca.
Cuando uno de nosotros era castigado, todos los demás nos hacíamos
nuestros propios remiendos y rezábamos por no recibir más.
Pero yo no quería ser muñeca, no, yo quería ser cielo, con aquel manto terso y aquellas nubes blancas, porque no importaba cuántos claros lo surcaran, no importaba cuántos truenos y rayos hicieran mella en su
serenidad: volvía a ser el mismo, sin romperse nunca.
Así soñaba que sería yo. Libre.
Pero me volvía de porcelana y trapo cuando sus ojos se posaban en mí.Tiraba de mí a rastras y yo podía ver ya la puerta del sótano, las empinadas escaleras que descendían por un abismo oscuro.
Aquella cama sin colchón y las correas que me inmovilizarían las muñecas durante toda la noche.
Y mis pesadillas serían como aquella habitación para siempre. Pero ella...
Ella era la mayor pesadilla.
«Seré buena», decía cuando ella pasaba por mi lado.
Tenía las piernas demasiado cortas para poder verle la cara, pero jamás olvidaría el sonido de sus pasos. Eran el terror de todos nosotros.
«Seré buena», susurraba mientras me retorcía las manos, deseando ser invisible como una grieta del enlucido.
Y procuraba ser obediente, procuraba no darle motivos para castigarme, pero tenía aquella naturaleza de mariposa y la delicadeza que había heredado de mi madre. Curaba lagartijas y pájaros heridos, me ensuciaba las manos con la tierra y el polen de las flores, y ella odiaba las imperfecciones tanto como las debilidades.
«¡Deja de ponerte esas tiritas como su fueras una pequeña mendiga!».
«Son mi libertad —me hubiera gustado responderle— los únicos colores que tengo». Pero ella tiraba de mí y yo solo podía agarrarme a su falda.
No quería ir abajo, no quería pasar la noche allí.
No quería sentir el hierro de la cama arañándome las escápulas; soñaba con el cielo y con una vida fuera de allí, con alguien que me cogiera de la mano y no de la muñeca.
Y tal vez llegara un día. Tal vez tendría ojos celestiales y dedos demasiado amables para provocar un moretón, y entonces mi historia ya no sería una historia de muñecas, sino algo distinto.
Un cuento, quizá.Con sus filigranas de hilo dorado y ese final feliz con el que nunca dejaba de soñar.
La cama vibraba bajo el ruido de las mallas de alambre.
Me temblaban las piernas y la oscuridad se cernía sobre mí, cubriéndome como un telón.
Las correas crujían alrededor de mis muñecas mientras forcejeaba, tironeaba y arañaba febrilmente el cuero.
Los ojos me ardían de las lágrimas y mi cuerpo se contorsionaba reclamando una pizca de atención por su parte.
«¡Seré buena!».
En mi desesperación por liberarme, rascaba con las uñas hasta rompérmelas.
«¡Seré buena! ¡Seré buena, seré buena, lo juro!».
Ella salió por la puerta que había a mi espalda y la oscuridad engulló el cubículo.
Solo quedó encendida una llama que se proyectaba en la pared de enfrente; después, negro sobre negro, y el eco de mis gritos.
Lo sabía... sabía que nunca debía hablar de ello.
Ninguno de nosotros debía hacerlo, pero había veces en que la luz se filtraba incluso a través de las paredes del Grave, había veces en que callar parecía un castigo aún peor.
«¿Sabes lo que pasa si se lo dices a alguien?».
Su voz, aquel silbido como uñas rascando una pizarra.
«¿Quieres saberlo?».
Quienes me lo preguntaban siempre eran sus dedos impresos en la carne
de mi codo. Y yo agachaba la cabeza; como siempre, era incapaz de mirarla a los ojos, porque había precipicios en sus pupilas, había cubículos oscuros