23 Poco a poco

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Estaba tendida.

Notaba que tenía los brazos a lo largo de los costados y las piernas estiradas. La cabeza me pesaba.
Probé a moverme, pero no pude. Algo me retenía y me mantenía clavada al colchón.
Traté de levantar las manos y las tenía como bloqueadas.
—No... —salió de mis labios, mientras mi respiración se saturaba de pánico. La ansiedad me punzó el corazón y lo empujó de manera atropellada contra las costillas.
Traté de incorporarme, pero algo me lo impedía.
«No...».
Todo empezó a palpitar de nuevo, como una pesadilla sin fin. Mis dedos
se contrajeron, rascaron, excavaron. No podía moverme. —¡No, no, no! —grité—. ¡No!
Y la niña le dijo al lobo: —Qué corazón tan grande tienes. —Solo es mi rabia. Y entonces ella dijo: —Qué rabia más grande tienes. —Es para ocultarte mi corazón.

La puerta se abrió.
—¡Nica!
Varias voces llenaron la habitación, pero yo seguí agitada, sin ver a nadie.
Me cegaba el pánico. Sentía todo mi cuerpo bloqueado.
—¡Doctor! ¡Se ha despertado!
—¡Nica, cálmate! ¡Nica!
Alguien de entre los presentes se abrió paso, los apartó enérgicamente y
me liberó dando un tirón.
Volví a respirar de golpe.
Me acurruqué a toda prisa en la cabecera de la cama y, aún muy alterada,
sujeté la mano que estaba a mi lado y la estreché entre mis dedos. La persona que me había liberado se puso tensa cuando me aferré a ella con todo mi ser. Apoyé la frente en su muñeca, temblando y cerrando con fuerza los ojos.
«Seré buena... Seré buena... Seré buena...».
Todos me miraban conteniendo la respiración.
La mano que yo sujetaba se cerró en forma de puño y rogué por que no
me soltara. Cuando por fin entreabrí los párpados, pude ver a quién pertenecía.
Rigel me miró, tensó la mandíbula, desvió la vista hacia Dalma y Asia — y hacia un hombre al que nunca había visto— y les ordenó, categórico:
—Fuera.
Hubo un largo instante de silencio, pero yo no alcé la vista. Al poco, oí el sonido de sus pasos mientras salían despacio.
Anna vino hacia mí.
—Nica...
Apoyó la mano en mi cara. Sentí su calor en la mejilla. Aquella era mi
cama, era mi habitación. Ya no estaba en el Grave. Deduje que lo que me retenía antes solo eran las mantas que alguien debía de haber remetido en exceso.

No había ni correas ni mallas de alambre.
—Nica —susurró Anna con la voz triste—, todo va bien...
El colchón descendió bajo su peso, pero yo no era capaz de soltarle la
muñeca a Rigel. Seguí estrechándola hasta que Anna deslizó suavemente sus dedos entre los míos y me indujo a soltarla.
Me acarició despacio la cabeza, mientras yo oía los pasos de Rigel alejándose; cuando miré hacia allí, buscándolo, solo vi que se cerraba la puerta.
—Hay un médico fuera. —Anna me miró conmovida—. Lo llamamos en cuanto regresaste a casa. Quería que te reconociera. Podrías tener algo de fiebre o mareos... Te he cambiado la ropa, pero puede que sigas teniendo frío...
—Lo siento —la interrumpí con un susurro apagado.
Anna dejó de hablar. Me miró con los labios entrecerrados y fui incapaz de sostenerle la mirada.
Me sentía vacía, rota y defectuosa. Me sentía destruida.
—Me hubiera gustado ser perfecta —le confesé—. Por ti. Por Norman. Me hubiera gustado ser como los demás, esa era la verdad.
Pero era ingenua y frágil. Me repetía «seré buena» porque tenía un miedo
constante a hacer algo mal y a ser castigada.
La sensación de seguir teniendo las correas sobre la piel me había
marcado hasta tal punto que me había provocado lo que se conoce como «pánico por asociación». A veces, un simple abrazo demasiado intenso, la imposibilidad de moverme o un momento de impotencia bastaban para hundirme en mis terrores.
Estaba estropeada y lo estaría siempre.
—Tú eres perfecta, Nica.
Anna me acarició despacio, al tiempo que movía la cabeza. Sus ojos
reflejaban una dolorosa inquietud.
—Tú eres... lo más dulce y bueno que yo habría podido encontrar

jamás...
La miré con el corazón vacío y pesado. Pero en la mirada de Anna...
En la mirada de Anna, no había reproche ni culpa. Solo estaba yo. En
aquel momento, me di cuenta por primera vez de que... Anna tenía los ojos del color del cielo.
Con ese manto terso y esas nubes blancas, con esa libertad que había buscado en los rostros de los demás, así me vi reflejada en su mirada.
Allí estaba el cielo que siempre había estado buscando. Estaba dentro de los ojos de Anna.
—¿Sabes qué fue lo que me impresionó de ti la primera vez que te vi?
Las lágrimas me pellizcaron los párpados. Ella me sonreía con una sonrisa levemente rota.
—La delicadeza —me dijo.
Y el corazón se me partió, con un dolor dulcísimo, intensísimo e inconmensurable.
Un dolor placentero y doloroso a la vez, y su rostro se difuminó entre mis lágrimas.
«Es la delicadeza, Nica —y mi madre me sonreía— la delicadeza, siempre... Recuérdalo».
Las vi a ambas como si pudiera sentirlas dentro de mí.
Mamá pasándome aquella mariposa azul, Anna poniéndome el tulipán entre los dedos.
Ambas con aquella mirada apasionada, ambas con los ojos brillantes.
Anna tomándome de la mano y mi madre ayudándome a seguir adelante. Mamá riendo y Anna sonriendo, tan parecidas y tan distintas, una única entidad habitando dos cuerpos.
Y aquella delicadeza que nos unía, que nos abrazaba... Aquella delicadeza que había heredado de mi madre era precisamente lo que me había permitido tener una segunda oportunidad.
Me incliné hacia delante y me hundí entre los brazos de la mujer que

Fabricante de lagrimas.Where stories live. Discover now