—Yo sé que eres tú...
Adeline se percató de que estaba tirando de su camiseta con mi manita. Se volvió y me vio allí.
—¿Qué? —preguntó confusa.
—Quien me hace compañía... Sé que eres tú, ahí abajo, quien me coge la mano cuando ella me castiga.
Aquella caricia en la oscuridad no podía ser más que de ella.
Adeline se me quedó mirando un instante y entonces... comprendió. Desvió la mirada hacia el fondo del corredor, donde estaba la puerta del sótano.
—Si ella te viera... —La miré, menuda y preocupada—. ¿No tienes miedo de que te descubra?
Volvió la vista hacia mí de nuevo. Se me quedó mirando un instante y una sonrisa dulcísima le suavizó las facciones.
—No me descubrirá.
Me cogió la mano, con cuidado de no lastimar mis uñas rotas, y yoestreché la suya con tanto afecto que me temblaba el cuerpo. Me dejé abrazar por ella, hundiéndome en su suave cabello. La quería muchísimo.
—Gracias —susurré con lágrimas en la voz.
«Adeline».
El corazón me martilleaba los oídos.
En mi mente palpitaban las imágenes frenéticamente. Adeline
sonriéndome, consolándome, con sus ojos azules y el pelo rubio como el sol; Adeline llorando a escondidas bajo la sombra de la hiedra, cogiendo en brazos a otros niños, peinándome las trenzas en el jardín del Grave, como si, en el fondo, el final feliz pudiéramos construirlo un poco las dos solas.
Adeline, que ahora estaba aquí.
Adeline besando a Rigel.
Helada, vi que Rigel la rechazaba bruscamente y la fulminaba con una
mirada que a ella le provocó una risa ligera.
Yo no podía respirar. Sentí una opresión en el pecho cuando de pronto
Rigel reparó en mi presencia, como si se sintiera apremiado por ello. Lo miré y mis ojos liberaron el grito sordo que tenía clavado en el pecho.
Adeline reparó en su mirada y se volvió, todavía con los labios formando un semicírculo.
Sus ojos me localizaron y la sonrisa se le borró del rostro. Poco a poco, fue abriendo los ojos más y más, como si se resistiese a dar crédito.
—... ¿Nica? —exhaló incrédula.
Al cabo de un instante, como si de pronto lo comprendiera todo, miró la casa que había a mi espalda. Y después se volvió hacia Rigel.
Se lo quedó mirando de un modo que no supe descifrar, pero la intimidad de su mirada me perturbó.
—Oh... —Adeline volvió a mirarme conmocionada. —Nica... —¡Nica!Anna corrió hacia mí, alarmada. Me echó una manta encima mientras yo seguía mirando a Adeline con los ojos abiertos de par en par.
—¡Nica, tienes fiebre! ¡No puedes estar así, aquí fuera! ¡El médico ha dicho que tienes que descansar!
Adeline y Anna cruzaron una mirada cuando esta alzó la vista. Se observaron la una a la otra un instante, antes de que Anna me pasara un brazo por los hombros.
—Vamos adentro —dijo tratando de guiarme—, no puedes volver a enfriarte...
La seguí con esfuerzo, arrebujada en la manta.
—Adeline...
—Ya pasaré —me prometió, volviéndose hacia mí—. No te preocupes,
tú... descansa. Un día de estos pasaré a saludarte. ¡Te lo prometo!
Solo me dio tiempo a asentir antes de que Anna me llevase adentro de
nuevo.
Busqué los ojos de Rigel. Con una punta de dolor constaté que no me
estaba mirando a mí.
*
—Oh, Rigel... —la escuchó murmurar—. ¿Qué te traes entre manos?
Rigel no la miró. Ya se sentía lo bastante humillado teniendo que soportar aquel tono indulgente.
Tenía los ojos de ella clavados en las pupilas, como una marca que nunca dejaba de quemar.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó contrariado, descargando su frustración en la chica que tenía a su lado.
Adeline dudó antes de responder.
—¿Acaso creías que iba a olvidarme de qué día es pasado mañana?
Lo dijo casi con dulzura, en un intento de suavizar aquella tensión que,sin embargo, él frustró con una sola mirada.
Ella miró al suelo.
—He tenido noticias de Peter —admitió—. Un policía ha venido a
hacerme preguntas... sobre Margaret. Me dijo que estaba localizando a todos los chicos que pertenecían a la institución antes de que la despidieran. Por él he sabido que ya no estabas en el Grave. Y ahora entiendo por qué.
Se hizo un silencio que sabía a culpa, a errores constantes contados con la punta de los dedos hasta perder la cuenta, y Rigel lo sintió como algo inevitable.
—¿Ella lo sabe?
—¿Saber qué? —inquirió receloso, con voz sibilante, pero aquella rabia venenosa se estrelló impotente contra una pared: sus ojos estaban llenos de una verdad dolorosa.
Porque Adeline sabía. Adeline siempre había sabido.
Porque Adeline siempre lo había mirado con ese interés al que él jamás había correspondido, condenado como estaba a un amor inoxidable y eterno.
Porque en la institución ella siempre lo había seguido con los ojos, solo para ver cómo miraba a Nica.
—Que hiciste que te escogieran para estar con ella.
Rigel chasqueó los dientes con un impulso venenoso. Tenía el cuerpo tenso y rígido, no la miraba, pero decidió no responderle, porque hacerlo hubiera equivalido a admitir la única culpa que no podía negar.
La carcoma lo estaba matando por dentro. Nica había visto a Adeline besándolo, y aquel pensamiento no lo dejaba en paz. Recordó la caricia en la mejilla, el modo en que lo había rozado, y aún le resultó más doloroso darse cuenta de que en su interior se había encendido una esperanza. La esperanza de que, de algún modo, ella pudiera quererlo, de que pudiera corresponder aquel sentimiento tan desesperado.
—No le dirás ni una palabra —le ordenó inflexible—. Quédate al