—¡Rigel!Lo perseguí por el pasillo, decidida a que me escuchara. Me lanzó una mirada nerviosa, y yo me vi obligada a continuar pisándole los talones cuando vi que no pensaba detenerse. Caminaba más deprisa de la cuenta, como si estuviera impaciente por darme esquinazo.
—Para, por favor. Necesito hablar...
—¿De qué?
Se volvió sin previo aviso, entrechocando los dientes para intimidarme.
Parecía tenso, casi... asustado.
«De ti», hubiera querido responder directamente, pero me contuve,
porque a esas alturas debía de parecer una loca. Ahora ya había comprendido que Rigel era cauteloso y desconfiado como un animal salvaje y, si entraba directamente al trapo, él podría reaccionar de manera agresiva.
—Nunca respondes a mis preguntas —dije en cambio, eligiendo otras palabas—. ¿Por qué?
Esperaba incitarlo a mantener una conversación, pero comprendí que no lo lograría cuando volvió a rehuir mi mirada. Los ojos de Rigel eran la fuente de su alma, la única superficie límpida en la que no podía ocultarse.
Sé defenderme de todo, salvo de la dulzura.Eran negros como la tinta, pero en algún rincón brillaba una luz que pocos sabrían distinguir. Cuando volvió a emprender la marcha, sentí la necesidad de ponerme frente a él para estrechar esa luz entre mis dedos.
—Porque no es asunto tuyo —murmuró con un tono de voz indescifrable.
—Lo sería si tú... me permitieras comprenderte.
Puede que hubiera ido demasiado lejos, pero al menos logré lo que me había propuesto: Rigel se detuvo. Parecía estar escuchando cada uno de mis pasos mientras me acercaba a él con cautela. Se volvió y por fin me miró a los ojos. Por el modo en que lo hizo, me sentí como una presa indefensa ante su cazador, listo para apuntarle con su fusil.
—Solo quiero entenderte, pero tú no me das la posibilidad. —Encadené mi mirada a la suya, procurando que no trasluciera mi tristeza—. Sé que odias las intromisiones —me apresuré a añadir—, también sé que no eres de los que se prestan a confidencias. Pero si lo intentaras, el mundo tal vez te parecería más ligero. No tienes por qué estar solo. Así, igual descubrirías que vale la pena confiar en alguien.
Me seguía con la mirada mientras yo me acercaba.
—Así —susurré aproximándome un poco más—, igual descubrirías que hay quien está dispuesto a escucharte...
Los ojos de Rigel permanecían tan inmóviles que nadie podría darse cuenta de hasta qué punto temblaban. Emociones desconocidas se fueron sucediendo una tras otra, veloces y luminosas, y mi corazón se convirtió en un delirio de latidos inconexos. Siempre había estado equivocada; la mirada de Rigel no era estéril ni vacía, sino que poseía innumerables matices, pero surgían de un modo tan simultáneo que era imposible aprehender uno solo de ellos. Eran una aurora boreal que reflejaba su estado de ánimo y, en aquel momento, parecía abrumado, confundido y asustado por mi comportamiento.
De pronto, Rigel cerró los ojos y reprodujo el perfil de mi rostro en sumente con un temblor nervioso.
Vi que contraía la mandíbula, que se le hinchaba una vena en la sien y
que su hermoso rostro se endurecía por momentos de un modo espantoso. No entendía qué estaba pasando, pero al cabo de un instante, dio un paso atrás, aumentando la distancia que nos separaba. El contacto visual se rompió y perdí hasta la última pizca de todo aquello que tanto me había
costado conquistar.
¿Había dicho algo que no debía?
—Rigel...
—Aléjate de mí.
Su voz, ahora dura y hostil, me golpeó en mitad del pecho. Escupió
aquellas palabras como si le quemaran la lengua y tuviera que librarse de ellas con urgencia y a continuación me lanzó una mirada febril.
Empuñó el tirador de la puerta de su habitación y, al ver que tensaba los nudillos, retrocedí. Me lo quedé mirando, confusa y herida, incapaz de comprender qué había hecho para provocarle aquella reacción, y Rigel desapareció de mi vista, cerrando la puerta tras de sí.
Fue como si me hubiera caído una roca en el corazón. ¿Por qué había reaccionado de aquel modo?
¿Había sido... por mi culpa?
¿En qué me había equivocado?
Quería entenderlo, pero no era capaz.
¿Por qué no lográbamos comunicarnos?
Me hundí en un océano de preguntas y mis inseguridades construyeron
un camino sin salida.
Tenía que resignarme al hecho de que Rigel no quisiera compartir nada
conmigo. Él era un enigma sin respuesta, una fortaleza en la que nadie estaba autorizado a entrar. Era una rosa negra que defendía su fragilidad hiriéndote y arañándote con sus espinas.
Decepcionada, vagué por la casa, hasta que finalmente descendí al piso