8 Así de celeste

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Fuerte es aquel que sabe tocar con delicadeza las fragilidades de los demás.
Una vez leí una frase de Foucault que decía: «Desarrollad vuestra legítima extrañeza».
Yo siempre había cultivado la mía a escondidas, porque cuando crecí, me enseñaron que la normalidad resultaba más aceptable a ojos de los demás.
Hablaba con animales que no podían responderme. Salvaba bichitos que la gente ni siquiera veía. Confería valor a cosas que se consideraban insignificantes, quizá porque quería demostrar que las criaturas más pequeñas, como yo, también podíamos contar algo.
Levanté la mano. Estaba en el jardín de casa y el sol besaba dulcemente el follaje del albaricoque. Acerqué los dedos al tronco y ayudé a una pequeña oruga de un verde brillante a alcanzar la corteza.
Me la había encontrado en la habitación, debajo de la ventana, y le estaba devolviendo la libertad.
—Ya está —susurré con un hilo de voz.
Sonreí al verla contonearse en una hendidura del tronco. Entrelacé los dedos y me quedé allí observándola con serena quietud.
Siempre había oído decir que solo lo que era grande tenía la fuerza

necesaria para cambiar el mundo.
Yo nunca había querido cambiar el mundo, pero siempre había pensado
que, por el contrario, los grandes gestos o las demostraciones de fuerza no eran lo que marcaba la diferencia.
Para mí eran las pequeñas cosas las que lo hacían. Los actos cotidianos. Simples actos de amabilidad llevados a cabo por gente común.
Cada cual, por pequeño que sea, puede dejar un poco de sí mismo en este mundo.
Cuando volví a entrar en casa, me dieron ganas de sonreír. Era sábado por la mañana y la fragancia tostada del café se difundía irresistiblemente por la cocina. Cerré los ojos, feliz, e inspiré hondo aquel perfume tan bueno.
—¿Todo bien? —oí que me preguntaban con delicadeza.
Era la voz de Anna. Pero cuando alcé los párpados, me di cuenta de que no me lo estaba diciendo a mí.
Tenía la mano posada en la cabeza de Rigel.
Él estaba de espaldas, con el pelo negro desordenado y la mano alrededor de la taza de café. Asentí, pero apenas fui consciente de que lo hacía. Me había quedado embobada observando sus dedos y las venas que ascendían hasta su antebrazo.
Aquellas manos... encerraban una agresividad implacable y al mismo tiempo podían crear melodías que no eran de este mundo. Sus recios nudillos y sus vigorosos ligamentos parecían modelados para someter, pero sus dedos eran capaces de acariciar las teclas con una lentitud increíble...
Me estremecí cuando se puso en pie.
Se hizo presente en toda su altura y, por un momento, el olor del café perdió intensidad. Rigel se acercó a la puerta y yo retrocedí un paso.
Al percibir aquel gesto, clavó sus pupilas en las mías.
No sabía explicarlo... Tenía miedo de Rigel, pero no entendía qué era lo que me aterrorizaba de él. Quizá el modo en que sus ojos te excavaban

profundamente, violentándote, o tal vez era aquella voz demasiado madura para un chico de su edad. O quizá la causa era que sabía hasta qué punto podía llegar a ponerse violento.
O a lo mejor... A lo mejor era aquella tempestad de escalofríos que me provocaba cada vez que respiraba cerca de mí.
—¿Tienes miedo de que te muerda, falena? —me susurró al oído cuando pasó por mi lado.
Me aparté de inmediato, pero para entonces ya se había desvanecido con paso seguro y me daba la espalda.
—¡Hola, Nica!
Me sobresalté al notar que Anna me estaba sonriendo.
—¿Café?
Asentí, tensa, pero para mi alivio pude constatar que no se había
percatado de aquel breve intercambio entre Rigel y yo. Me senté junto a ella a la mesa y desayunamos juntas.
—¿Te parece bien si hoy pasamos un rato las dos solas?
Se me cayó una galleta en la leche. La miré enarcando una ceja, totalmente confusa.
¿Anna quería pasar un rato conmigo?
—¿Tú y yo? —pregunté para cerciorarme—. ¿Las dos solas?
—Había pensado en disfrutar de una tarde sin hombres, enteramente
femenina —respondió—. ¿No te apetece?
Me apresuré a asentir con la cabeza, procurando no hacer añicos la taza.
Mi corazón se iluminó al instante y todos mis pensamientos brillaron bajo el reflejo de aquella luz.
Anna... quería pasar una tarde conmigo, una hora, lo que durase un paseo. Qué importaba cuánto, el mero hecho de que me lo hubiera propuesto hacía resplandecer mi alma como la luz del día.
El cuento exhalaba perfume cuando ella estaba cerca de mí. Relucía con su cabello y brillaba con sus sonrisas.

Fabricante de lagrimas.Where stories live. Discover now