Íbamos a tener invitados aquel día. Unos viejos amigos de Norman y de Anna de fuera de la ciudad vendrían a almorzar.
En cuanto me enteré, una parte vibrante de mí había cancelado cualquier otro pensamiento y me propuse causar buena impresión.
Me dejé el vestido que llevaba puesto. Era sencillo, blanco, con las mangas cortas que dejaban los hombros al descubierto y un fruncido en el pecho. En el pasillo, observé mi reflejo en un espejito de plata y sentí una emoción desconocida que me oprimió por dentro. No estaba acostumbrada a verme así, arreglada, elegante y peinada como una muñeca.
Si no hubiera sido por las tiritas en los dedos y los ojos de color madreperla, no me habría reconocido.
Comprobé que la trenza me cubría el lado del cuello. Con el paso de los días, la señal se estaba desvaneciendo, pero era mejor no arriesgarse.
—¡Madre mía, que calor hace hoy! —exclamó una voz femenina en el vestíbulo—. Si lo llego a saber... ¡Aquí donde vivís no corre ni gota de viento!
El matrimonio Otter había llegado.La mujer que acababa de hablar llevaba un precioso gabán azul cobalto. Anna me había dicho que era modista. La besó en ambas mejillas de un modo muy sincero y familiar.
—¿El coche está bien en el pasaje? George puede arrimarlo más si está demasiado en medio...
—Está perfecto, tranquila.
Anna le cogió el sombrero con mucha amabilidad y la invitó a entrar. Caminaban cogidas del brazo y la señora Otter apoyó una mano en su
muñeca.
—¿Cómo estás, Anna? —preguntó con una punta de aprensión.
Anna respondió estrechándole la mano suavemente, pero me di cuenta de
que me miraba mientras avanzaban. La señora Otter estaba demasiado pendiente de su amiga como para reparar en mí. Cuando por fin se detuvieron delante de donde yo me encontraba, Anna anunció sonriente:
—Dalma, esta es Nica.
Bueno, llegó el momento.
Traté de contener el nerviosismo y sonreí.
—Hola.
La señora Otter no respondió. Se me quedó mirando con la boca abierta y
una expresión de sorpresa en las pupilas. No daba crédito a lo que estaba viendo. Parpadeó y se volvió hacia Anna.
—Yo no... —Parecía no encontrar las palabras—. Cómo...
Yo también busqué la mirada de Anna, tan desconcertada como Dalma, pero al instante la mujer me miró con una cara de sorpresa totalmente distinta. Parecía haber comprendido al fin el motivo de aquella presentación. Anna aún seguía con una mano apoyada en la de su amiga.
—Perdóname... —reaccionó al fin, aunque parecía sin aliento—. Me ha pillado por sorpresa. —Sus labios se deshicieron en una sonrisa tímida y un poco incrédula —. Hola... —exhaló abrumada.
No recordaba que nadie me hubiera saludado jamás de aquel modo. Eracomo si me hubiera acariciado sin llegar a tocarme.
Qué sensación tan maravillosa que te mirasen así...
Me dije la mar de feliz que seguramente le había causado buena
impresión con mi vestido blanco.
—¡George! —exclamó la señora Otter, agitando una mano hacia atrás—.
Ven aquí.
El marido estaba felicitando a Norman por la convención y, cuando Anna
nos presentó, su asombro no fue menor que el de su esposa.
—¡Caray! —exclamó de repente con su enorme bigote. Anna y Norman
se rieron.
—Era una sorpresa —murmuró Norman, desmañado como siempre,
mientras el señor Otter me estrechaba la mano.
—Hola, señorita.
Se me ocurrió pedirles las chaquetas para colgarlas de los percheros,
suscitando su aprobación. Dalma le apretó el brazo a Anna.
—¿Desde... desde cuándo?
—No hace mucho, en realidad —respondió—. ¿Te acuerdas de la
penúltima vez que hablamos? Llegaron a casa esa misma semana. —¿Llegaron?
—Ah, sí. Nica no es la única... Son dos. Norman, querido, ¿dónde
está...?
—Aún está arriba cambiándose —le respondió él al vuelo.
Nuestros invitados intercambiaron una mirada de desconcierto, pero no
dijeron nada. Esta vez el turno de preguntas le correspondió a Anna. —¿Y Asia? ¿Qué tal?
Fruncí la frente imperceptiblemente.
«¿Asia?».
La puerta de entrada volvió a abrirse. Parpadeé sorprendida y vi que alguien más entraba en casa.
Una figura esbelta emergió a contraluz. Llevaba el móvil en una mano y