Aquel día llovió.
El cielo era una plancha de metal sucio y el albaricoquero del jardín desprendía un olor tan intenso que penetraba hasta la casa.
La voz de Asia resonó en el aire.
Dalma había pasado a saludar y había llevado una tarta para agradecerle a Anna las bonitas flores que le había hecho llegar. Asia, de regreso de la universidad, estaba compartiendo chismorreos en el salón.
Ni siquiera me saludó.
Entró sosteniendo una caja de aquellas galletas de almendra que tanto le gustaban a Norman. Dejó el bolso en el sofá, la chaqueta en el perchero y se dirigió a la cocina, donde Anna y yo estábamos preparando el servicio para el té.
—¡Asia! —Anna la besó en las mejillas—. ¿Qué tal han ido las clases?
—Un aburrimiento —respondió ella, sentándose en la encimera de la cocina.
Yo bajé la mano, segura de que ya no iba a responder a mi saludo. Norman apareció cuando ya estaban todas acomodadas en el salón. Se
No hay piel capaz de cicatrizar una herida del alma.detuvo a saludar mientras Anna disponía la tetera humeante en la bandeja. En ese momento, alguien llamó a la puerta.
—Nica, ¿puedes servirlo tú, por favor? —me pidió, antes de ir a abrir.
La vi cruzar el salón mientras repartía el servicio en la mesa y Dalma me
preguntó si esperábamos a alguien más.
Yo no sabía de quién podía tratarse. Entre el tintineo de las tazas y la
conversación, solo pude distinguir una voz de hombre.
—¿La señora Anna Milligan?
Al cabo de un momento sonaron unos pasos.
El desconocido entró en la casa y me sorprendí al notar que Anna
balbuceaba algo, confusa. Norman se puso en pie y yo lo imité.
En el umbral apareció un hombre alto y bien vestido; nunca lo había visto. Llevaba una americana que ceñía sus hombros estrechos y me pareció entrever parte de un tirante cruzando su camisa. No llevaba corbata y su
rostro tenía una expresión indescifrable.
Todos nos lo quedamos mirando.
—Les pido disculpas por la interrupción —dijo, consciente de que no era
la única visita aquel día.
Había cierto toque profesional en su forma de hablar.
—No era mi intención molestarles en este momento de esparcimiento.
No les robaré mucho tiempo.
—Disculpe, ¿y usted es...?
Anna balbuceó:
—Norman, él... el señor...
—¿Es usted el señor Milligan? —dedujo el hombre al reconocerlo por el
nombre—. Buenas tardes... Lamento tener que hacerles esta visita, pero seré breve. Solo les pido que me dediquen unos minutos.
—¿Nosotros?
—Ustedes, no, ellos —precisó el hombre—. Debo hacerles unas preguntas a los chicos que viven con ustedes.—¿Cómo?
—A los chicos que están en acogida temporal, señor Milligan. — Impasible, el hombre dejó vagar la vista por las paredes—. ¿Están en casa?
Se hizo un pesado silencio. Asia y Dalma se volvieron hacia mí.
Yo estaba de pie, de espaldas a la cocina, tan sorprendida que apenas acertaba a oír el sonido de mi respiración.
Los ojos del hombre también apuntaron hacia mí.
—¿Es usted? ¿La chica que vive aquí?
—¿Qué quiere usted de ella? —preguntó Anna con determinación.
Él la ignoró y siguió dirigiéndose a mí.
—Señorita Dover, tengo algunas preguntas que hacerle.
—Vamos a ver —saltó Norman—, ¿quién es usted? ¿Y qué está haciendo
en nuestra casa?
El hombre apartó los ojos de mí para centrarlos en Norman con expresión
glacial mientras se metía la mano en el bolsillo.
Le sostuvo la mirada, muy serio, y tras mostrar un distintivo con una
reluciente placa, anunció:
—Detective Rothwood, señor Milligan. Departamento de Policía de
Houston.
Todos se lo quedaron mirando atónitos.
—¿Q... qué? —farfulló Norman.
—Debe de tratarse de un error —intervino Anna—, ¿no? Porque no
pretenderá usted interrogar...
—Rigel Wilde y Nica Dover —leyó el hombre en un papelito que se sacó
del bolsillo—. Residentes en el 123 de Buckery Street, con Anna y Norman Milligan. La dirección es esta.
El detective Rothwood se guardó el papel en la chaqueta y me miró de nuevo.
—Señorita Dover, con su permiso, quisiera hablar con usted en privado. —¡No, no, espere un momento! —Anna se lo quedó mirando, resuelta,