El apartamento de Rigel estaba en el tercer piso de aquel edificio.
No había ascensor, pero la escalera estaba reluciente como las perlas, bien iluminada y terminaba en una gran puerta de madera oscura. En la pared de al lado, el rectángulo de latón del timbre refulgía con su nombre.
Al menos eso fue lo que pude ver, antes de que me tapase los ojos con la mano.
—¿Estás mirando? —preguntó.
—No —respondí, sincera como una niña. Hubiera querido contener mejor mi entusiasmo, pero estaba segura de que debía de estar derramando una especie de luces líquidas por los poros.
—No hagas trampas —me advirtió al oído con aquella voz que me hacía estremecer.
Moví la cara, sonriendo, porque me había hecho cosquillas. Me encantaba cuando se dejaba llevar por aquellos gestos tan auténticos y juguetones. En esos momentos, Rigel me mostraba un lado de sí mismo que me volvía loca.Busqué la cerradura con los dedos sin que él me ayudase, pero en cuanto la encontré, no me costó nada hacer girar la llave que me había pasado.
Abrí la puerta y una oleada de luz se filtró entre sus dedos.
—¿Estás lista?
Asentí, mordiéndome los labios, y entonces me permitió mirar.
Ante mí surgió un ambiente acogedor, luminoso, con un encanto
contemporáneo. El estilo moderno de los muebles iba acorde con una decoración simple en la que predominaban los matices crema, y creaba un contraste muy atractivo con el suelo de madera oscura. Todo, desde los marcos de las ventanas hasta los cojines del sofá, hacía juego con el parquet de color café, de una forma elegante y atrevida a un tiempo. Entré, cautelosa, y exploré el espacio con la mirada.
El aire olía a nuevo y a fresco. Entreví la puerta de su habitación, al fondo de un pequeño pasillo, y mis pasos me condujeron a la cocina, mi lugar preferido de la casa. Para mí era un lugar de convivencia, charlas, hospitalidad y calor. Me fijé en sus tonalidades inmaculadas, que resaltaban bajo la luz natural del apartamento; vi una encimera espaciosa y los acabados en acero, como los del fregadero y los fogones, de una claridad delicada y resplandeciente.
Era estupenda. No parecía en absoluto la casa de un estudiante universitario. Me volví hacia Rigel con los ojos luminosos y entonces me di cuenta de que me había estado observando todo el tiempo. Aunque era una persona muy segura de sí misma, mordaz e intimidatoria, en aquel momento parecía que solo esperaba mi opinión.
—Es estupenda, Rigel. No tengo palabras. Me encanta —le dije extasiada y sonriente, y él me miró con una extraña emoción en los ojos.
Con las mejillas encendidas de felicidad, proseguí la exploración, vivaracha y curiosa. Ya podía imaginármelo deambulando entre aquellas paredes, con un libro en una mano y una taza de café en la otra. Me acerqué a un bonito mueble que había debajo de la ventana y abrí una bolsa decartón que llevaba conmigo; deposité encima una plantita con flores que formaban racimos rojos.
Sabía que a Rigel no le gustaban especialmente las plantas y, en efecto, se la quedó mirando con el ceño fruncido.
—¿Y eso? —preguntó con un asomo de desagrado.
Esbocé una sonrisa, intuyendo que la encontraba insólita y horrorosa. —¿No te gusta?
Por el escepticismo con que la miró, deduje que la respuesta era «No». —No puedo dedicar tiempo a cuidarla. Se morirá —respondió eludiendo
mi pregunta.
—No se morirá —le aseguré sonriente—, confía en mí. —Me acerqué y
lo miré con ojos traviesos—. Y ahora... cierra los ojos.
Rigel inclinó el rostro y me miró intrigado, estudiando atentamente mis
movimientos. No se esperaba aquella petición y su naturaleza desconfiada lo inducía a no acatar nunca las órdenes de nadie. Sin embargo, en cuanto me planté delante de él, optó por obedecer.
Le levanté la muñeca y abrí sus dedos sedosos. A continuación, dejé caer sobre su mano un objeto pequeño y reluciente, como él había hecho conmigo.
Esta vez era mi turno.
—De acuerdo, ya puedes mirar.
Rigel abrió los ojos.
En su mano halló un pequeño lobo tallado en un material negro y
brillante semejante a la obsidiana. Sus numerosas facetas reflejaban la luz como una piedra iridiscente, haciendo que su esbelta figura pareciera estar corriendo tras algo salvaje y valioso. Era refinado y especial. En cuanto lo vi, me enamoré, literalmente.
—Es un llavero. Para la llave de tu apartamento —le dije a título informativo.
—¿Un... lobo?