La sensibilidad es un refinamiento del alma.
El sol tensaba cuerdas de luz entre los árboles. Hacía una tarde primaveral y el aroma de las flores impregnaba el aire.
La mole del Grave se recortaba a mi espalda. Tendida en la hierba, miraba el cielo con los brazos abiertos como si quisiera rodearlo. Tenía la mejilla hinchada y me dolía, pero no quería llorar de nuevo, así que observaba la inmensidad que se extendía sobre mí, dejando que las nubes me acunaran.
¿Lograría ser libre alguna vez?
Un ruido casi imperceptible me llamó la atención. Levanté la cabeza y localicé algo que se movía en la hierba. Me puse en pie y decidí acercarme con cautela, sujetándome el pelo con las manos.
Era un pájaro. Rascaba el polvo con sus garras como alfileres y tenía unos ojillos relucientes como canicas negras, pero una de sus alas estaba como estirada de un modo que no era natural y no podía levantar el vuelo. Cuando me arrodillé, de su pico surgió una piada agudísima e inquieta, e intuí que lo había asustado.
—Perdona —susurré de inmediato, como si pudiera entenderme.
No quería hacerle daño; al contrario, quería ayudarlo. Podía sentir su
La sensibilidad es un refinamiento del alma.desesperación cono si fuera mía: yo tampoco era capaz de levantar el vuelo, yo también deseaba marcharme de allí, yo también me sentía frágil e impotente.
Éramos iguales. Pequeños e indefensos contra el mundo.
Le tendí un dedo, pues sentía la necesidad de ayudarlo. Solo era una niña, pero quería restituirle la libertad, como si de algún modo aquel gesto pudiera devolverme la mía.
—No tengas miedo —seguí diciéndole, con la esperanza de que así lo tranquilizaría.
Era lo bastante pequeña como para creer que podría entender mis palabras. ¿Qué podía hacer? ¿Sería capaz de ayudarlo? Mientras el pajarillo retrocedía, muerto de miedo, algo afloró de entre mis recuerdos.
«Es la delicadeza, Nica. La delicadeza, siempre... Recuérdalo». Sus dulces ojos estaban esculpidos en mi memoria.
Tomé el pájaro entre mis manos con ternura, procurando no lastimarlo. No desistí, ni siquiera cuando me picoteó un dedo, ni tampoco cuando sus garras me arañaron las yemas.
Lo estreché contra mi pecho y le prometí que al menos uno de los dos recobraría su libertad.
Regresé a la institución y lo primero que hice fue pedirle ayuda a Ade‐ line, una niña mayor que yo, mientras rezaba para que la directora no descubriese nuestro hallazgo: temía su crueldad más que cualquier otra cosa. Entre las dos lo entablillamos con el palito de un polo escamoteado de la basura, y durante los siguientes días, jadeante, le llevé sobras de nuestras comidas al lugar donde lo tenía oculto.
Me picó en los dedos muchas veces, pero no me rendí jamás.
—Te curaré, ya lo verás —le juraba con las yemas de los dedos enrojecidas y magulladas, mientras le alborotaba las plumas del pecho—. No te preocupes...
Me pasaba horas mirándolo a cierta distancia, para no asustarlo.—Volarás —le susurraba con la punta de los labios—, un día volarás y serás libre. Aún falta un poco, espera un poco más...
Me picaba cuando trataba de examinarle el ala. Yo trataba de mantenerme a distancia, pero insistía, con delicadeza. Le arreglaba la cama de hierba y hojas, y le susurraba que tuviera paciencia.
Y el día que estuvo curado, el día que salió volando de entre mis manos, por primera vez en mi vida me sentí menos sucia y apagada. Un poco más viva.
Un poco más libre.
Como si pudiera volver a respirar.
Había vuelto a hallar en mi interior unos colores que no creía poseer:
los de la esperanza.
Y con los dedos cubiertos de tiritas multicolores, mi existencia tampoco
parecía tan gris.
Tiré cuidadosamente del extremo plastificado.
Liberé el dedo índice, el que tenía cubierto con la tirita azul, y vi que aún estaba un poco hinchado y enrojecido.
Había logrado liberar una avispa que había quedado atrapada en una telaraña unos días atrás. Procuré no romper la finísima tela, pero no fui lo bastante rápida y me picó.
—Nica está con sus bichos —decían los niños cuando éramos más pequeños—. Se pasa todo el tiempo con ellos, allí, entre las flores.
Se habían acostumbrado a mi peculiaridad, quizá porque en nuestra institución la rareza era más común que la normalidad.
Sentía una extraña empatía hacia todo lo que era pequeño e incomprendido. Mi instinto de proteger a toda clase de criaturas nació cuando era una niña y ya no me abandonó. Había plasmado mi pequeño y extraño mundo con unos colores que solo me pertenecían a mí, y que me