Me acordaba de mi madre.
Pelo rizado y perfume de violetas, ojos grises como el mar de invierno. Me acordaba de ella porque tenía los dedos cálidos y una sonrisa amable,
porque siempre me dejaba coger los libros que estudiaba.
«Ve despacio», me susurraba en aquel recuerdo, mientras una bellísima
mariposa azul se deslizaba de sus manos a las mías.
«Es la delicadeza, Nica —me decía—. La delicadeza, siempre...
Recuérdalo».
Me hubiera gustado decirle que le había hecho caso.
Que lo había conservado en mi interior, un pequeño bloque sobre el cual
había construido mi corazón.
Me hubiera gustado decirle que lo recordaba siempre, aunque la calidez
de sus manos se había desvanecido y las mías se habían llenado de tiritas, el único color que me había quedado.
También cuando mis pesadillas se veían salpicadas por el chasquido del
No cultives según qué amores. Son como las rosas silvestres: florecen muy raramente y te hacen estar siempre en vilo.[2]cuero.
Pero en aquel momento...
Solo hubiera querido decirle a mi madre que a veces la delicadeza no era
suficiente.
Que todas las personas no eran mariposas y que yo podía ir con todo el
esmero que quisiera, que los demás no procederían con cuidado. Siempre iría cubierta de mordiscos y arañazos, y acabaría llena de heridas para las que no tenía cura.
Esa era la verdad.
En la oscuridad de mi habitación, me sentí como una muñeca olvidada. La mirada vacía, los brazos alrededor de las rodillas.
El móvil volvió a iluminarse, pero no me levanté a responder. No me apetecía leer más.
Ya sabía lo que pondría. La sucesión de mensajes de Lionel constaba de una serie ininterrumpida de acusaciones.
«Mira lo que ha hecho». «Le he dicho que parase». «Ha empezado él».
«Ha sido culpa suya».
«Me ha pegado sin motivo».
Ya lo había visto demasiadas veces, ya no me quedaban fuerzas para dudar de que fuera verdad.
En el fondo, Rigel siempre había sido eso.
Violento y cruel, así lo había definido Peter. Y no importaba cuánto me esforzase por encajarlo en las páginas de aquella nueva realidad, él nunca estaría allí.
Me habría arrastrado y me habría anulado siempre, y yo habría acabado perdiendo retazos de mí misma un día tras otro.
En aquel momento, deseaba que Anna y Norman no se hubieran marchado nunca. Que Anna estuviera allí y me dijera que nada era irreparable...«Iba a suceder de todos modos —me susurraban, sin embargo, mis pensamientos—. Tanto si hubieran estado como si no, tarde o temprano todo se iría al traste igualmente».
Me vacié con un suspiro. Tragué saliva y me di cuenta de que tenía mucha sed.
Decidí levantarme. Ya llevaba horas allí y fuera era noche cerrada.
Antes de salir, me aseguré de que el pasillo estuviera vacío. Lo último que quería era encontrarme con Rigel.
Bajé las escaleras a oscuras. Ya no llovía, la luna que resplandecía por encima de las nubes iluminaba los contornos de los muebles y me permitía moverme sin dificultad.
Llegué al piso inferior, sumido en la penumbra. Ya estaba en la cocina cuando, de pronto, tropecé con algo que por poco no me hace caer. Me quedé sin aliento. Me apoyé en la pared, parpadeé y miré al suelo.
«Qué...».
Mis dedos dieron con el interruptor.
La luz me hirió los ojos, al instante inspiré bruscamente y retrocedí en un
gesto instintivo.
Rigel estaba tendido en el suelo, con el pelo desparramado sobre el
parquet.
Su muñeca pálida destacaba sobre la madera y un abanico de mechones
negros le cubría el rostro. No se movía.
La visión de su cuerpo inmóvil me impactó tanto que cuando retrocedí de
nuevo sentí una vibración recorriéndome la espina dorsal.
Mi mente se quedó totalmente en blanco. Aquella visión chocaba con la
imagen que tenía de Rigel, su fuerza, su ferocidad, su inquebrantable autoridad.
Me lo quedé mirando con los ojos muy abiertos, incapaz de emitir sonido alguno.
Era él.Allí, en el suelo, inmóvil.
Estaba...
—Rigel —logré susurrar a duras penas.
De pronto, el corazón me golpeó las costillas y la realidad me cayó
encima con todo su peso. Sentí un violento escalofrío que me rescató de mi parálisis. Me agaché junto a él con la respiración acelerada.
—Rigel —musité.
En aquel momento fui consciente de que había un ser humano tendido a mis pies. Mis pupilas recorrieron su cuerpo desordenadamente, las manos me temblaban, pero sin llegar a tocarlo, sin saber dónde posarlas.
Dios mío, ¿qué le había pasado?
Me asaltó el pánico. Una cascada de pensamientos me saturó la mente mientras lo miraba con ojos febriles, sin apenas aliento.
¿Qué debía hacer?
¿Qué?
Acerqué los dedos lo suficiente como para rozar su sien; la toqué con la
punta de mis tiritas y me sobresalté.
Quemaba. Quemaba como un hierro al rojo vivo.
Le eché un último vistazo antes de correr hasta el salón. Trepé como un
gato por el sillón para alcanzar el teléfono.
Jamás me había encontrado a nadie tendido en el suelo y en semejante
estado. Puede que fuera el pánico, puede que simplemente se debiera a mi incapacidad para gestionar la situación, pero de pronto me vi marcando con mano temblorosa el número de la única persona que me vino a la mente en un momento de necesidad.
La única con quien sabía que podía contar. La única en quien a mí, que nunca en mi vida había tenido un punto de referencia, se me ocurrió pensar.
—¡Anna! —exclamé antes de que ella respondiera—. Ha pasado... Ha pasado que... ¡Rigel! —anuncié estrujando el auricular—. ¡Se trata de Rigel!