10 Un libro

99 3 0
                                    

No era capaz de moverme. Me temblaban las piernas. No veía nada. La oscuridad era total. Mis pupilas se desplazaban de un lado a otro, como si esperasen a alguien. Mis uñas rascaban el metal, convulsas y febriles, pero no lograba liberarme. No lo lograría nunca.
Nadie vendría a salvarme. Nadie respondería a mis gritos. Me martilleaban las sienes, la garganta me quemaba, la piel se me agrietaba bajo el cuero y yo estaba sola... sola...
Sola...
Abrí los ojos y ahogué un sollozo.
La habitación daba vueltas, tenía el estómago revuelto. Me incorporé, me faltaba el aire. Traté de calmarme, pero el sudor me helaba la espalda, reteniendo el terror en mi piel.
Unos escalofríos viscosos se abrieron paso por todo mi cuerpo y me pareció que el corazón me iba a explotar en el pecho.
Me acurruqué en la cabecera de la cama y abracé al muñeco en forma de

oruga que me habían regalado mis padres, como cuando era pequeña. Estaba a salvo. Era otra habitación, en otro lugar, en otra vida...
Pero aquella sensación permanecía. Me aplastaba. Me doblaba sobre mí
misma y entonces regresaba allí, a aquella oscuridad. Volvía a ser una niña. Tal vez aún siguiera siéndolo.
Tal vez nunca había dejado de serlo. Algo se había roto dentro de mí
mucho tiempo atrás, se había quedado pequeño, infantil, ingenuo y asustado.
Había dejado de crecer.
Y yo lo sabía... Sabía que no era como los demás, porque seguía creciendo, pero esa parte deformada de mí se había quedado como cuando era pequeña.
Seguía mirando el mundo con los mismos ojos.
Reaccionaba con la misma ingenuidad.
Buscaba la luz en los demás del mismo modo que la había buscado en
«Ella» cuando era pequeña, sin llegar a encontrarla jamás. Era una mariposa cargada de cadenas.
Y posiblemente...
Siempre lo sería.
—Nica, ¿estás bien?
Billie me miraba con la cabeza inclinada y su enmarañada cabellera recogida hacia atrás con una diadema.
Me había pasado toda la noche despierta, tratando de no hundirme en mis pesadillas, y mi rostro lo reflejaba.
La oscuridad no me aportaba paz. Una vez probé a dejar encendida la luz de la mesilla, pero Anna se dio cuenta y, creyendo que había sido por descuido, entró en la habitación y la apagó. No me atreví a decirle que prefería dormir con una luz encendida, como las niñas pequeñas.

—Sí —respondí, tratando de sonar natural—. ¿Por qué?
—No sé..., estás más pálida de lo habitual. —Sus ojos me estudiaron con atención—. Pareces cansada... ¿No has dormido bien?
La ansiedad me tensó como una cuerda. Al momento comencé a sentir una agitación injustificada. Estaba habituada a aquella clase de reacciones, a menudo me asaltaban preocupaciones exageradas que alimentaban mi parte más frágil e infantil. Siempre ocurría así cuando se trataba de «aquello».
Me sudaban las manos, mi corazón parecía a punto de romperse, y solo tenía ganas de volverme invisible.
—Todo va bien —respondí con un hilo de voz. Me pregunté si habría sonado convincente, pero Billie parecía habérselo creído de verdad.
—Si quieres, puedo darte la receta de una infusión relajante —me propuso—. La abuela me la preparaba cuando yo era una niña... ¡Después te la envío por el móvil!
Cuando Anna me regaló el móvil, Billie enseguida me propuso que nos intercambiáramos los números y me dio algunas indicaciones sobre cómo configurarlo.
—Te pondré una mariposa —dijo cuando guardó mi nombre en su agenda—. Son emojis —me explicó con su habitual desparpajo...—. ¿Ves? La abuela tiene el rodillo de amasar. A Miki le puse un panda, aunque la muy ingrata no se lo merezca. Ella me ha puesto la caquita...
Había tanto por aprender que de momento apenas era capaz de enviar un mensaje sin liarla.
—¿Habéis acabado de cotillear? —exclamó una voz indignada—. No os he traído aquí para pasar el rato. ¡Esta es una clase como otra cualquiera! ¡Silencio!
La cháchara fue perdiendo intensidad. El profesor Kryll escrutó uno por uno a los estudiantes que atestaban el laboratorio. Nos ordenó que nos pusiéramos las gafas protectoras y prometió suspender a aquellos que no

utilizaran correctamente los instrumentos.
—¿Por qué escribes la dirección de tu casa en la tapa de los libros? —me
preguntó en susurros Billie, mientras yo empujaba mi libro de Biología hacia una esquina de la mesa que compartíamos.
Me quedé mirando la etiqueta con mi nombre, el curso, el año y todo lo demás.
—¿Por qué? ¿Es raro? —repuse desconcertada, acordándome de con cuánta felicidad escribí las señas de casa—. Así, si lo pierdo, sabrán de quién es, ¿no?
—¿Y no bastaba con el nombre? —replicó ella entre risas, haciendo que me sonrojase.
«Podrían confundirse...».
—¿Estáis preparados? —bramó Kryll, atrayendo para sí todas las miradas.
Me puse las gafas y me acomodé el pelo detrás de las orejas. Una parte de mí se sentía electrizada. ¡Nunca había hecho una práctica de laboratorio!
Me coloqué los guantes de plástico y analicé la sensación que me producían en los dedos.
—Espero que no nos haga destripar anguilas como la última vez — murmuró alguien a mi espalda. Enarqué una ceja esbozando una sonrisa indefinida.
«¿Destripar?».
—Bien —anunció Kryll—, ya podéis dejar el material sobre la mesa.
Me volví hacia mi lado y allí había una carpeta que tenía atado un
bolígrafo con un cordel. La cogí mientras él añadía:
—Y recordad: el bisturí no corta los huesos.
—¿El bisturí no corta... qué? —pregunté ingenuamente, antes de
cometer el error de mirar hacia abajo.
Se me puso la carne de gallina y sentí un espasmo terrorífico.
El cadáver de la rana yacía con las patas abiertas sobre una tabla de

Fabricante de lagrimas.Where stories live. Discover now