La recuperación de Rigel requirió tiempo.
Pasaron varios días antes de que pudiera restablecer totalmente el ciclo de sueño-vigilia y unos cuantos más hasta que su cuerpo recuperó el control de todos los estímulos y movimientos.
Recobró por completo la lucidez y, a pesar de los impedimentos físicos que lo tenían atado a la cama, no tardó mucho en revelar la indocilidad de su carácter.
Además, si había algo que no soportaba, era que lo cuidasen y que le prodigasen ningún tipo de atenciones. Quizá porque, a causa de su enfermedad, las había rechazado tanteas veces que, con el tiempo, podría haber desarrollado una especie de aversión hacia cualquiera que se le acercase preocupándose por su salud. Además, durante el tiempo que estuvo luchando por despertarse, no tuvo que lidiar con la eventualidad de verse sometido todos lo días a las solícitas atenciones de unos perfectos desconocidos.
Sobre todo, las del equipo de enfermeras.
A lo largo de aquellas semanas, todas se quedaron prendadas de aquelchico encantador con aspecto de ángel que dormía un sueño injusto y luchaba por su vida. Todas acudían prestas a cambiarle los vendajes y a contemplarlo como un sueño demasiado frágil para que durase.
Ahora que el chico había abierto los párpados, revelando dos magnéticos e irreverentes ojos de lobo, el aire parecía crepitar, electrizado y excitante.
Lo cual, como era de suponer, no le hizo ninguna gracia ni a los médicos, ni a la jefa de planta, ni mucho menos a Rigel.
—¿Señorita Dover? —oí que me llamaban una tarde. Ya estaba a un paso de la puerta de su habitación y, cuando me giré, vi que se trataba de la jefa de planta que venía hacia mí.
—¡Ah, buenos días! —la saludé sujetando el ramo de flores que llevaba conmigo y un libro que traía para él—. ¿Cómo está?
Ella, una mujerona de pechos prominentes y fuertes brazos que puso en jarras, me lanzó una mirada poco amistosa.
—Ha habido «altercados»...
—Oh, hum... ¿Otra vez? —farfullé, tratando de suavizar la conversación con una risa sonora, pero como no parecía estar de muy buen humor, al final me limité a esbozar una sonrisita más bien estirada.
—Me imagino... hum, que debe de haberse producido alguna... «discrepancia» —aventuré—. Pero debe entenderlo, no es fácil para él. Ni lo hace con mala intención... Es un buen chico. Ladra, pero no muerde. Es que, ¿sabe?... Esta situación lo estresa.
—¿Lo estresa? —repitió la otra, ofendida—. ¡Piense que recibe todos los cuidados y atenciones que precisa! —replicó—. ¡Puede que demasiados!
—Precisamente...
—¿Cómo?
—Estoy segura de ello —me apresuré a añadir—. Lo que pasa es que
él... cómo se lo diría... está un poco «asilvestrado», pero... le aseguro que es un chico como Dios manda. Le sorprendería lo educado que puede llegar a ser. Solo necesita acostumbrarse un poco...Vi que seguía mirándome con la frente fruncida, así que cogí un lirio del ramo y se lo entregué con todo su magnífico perfume, acompañado de una de mis sonrisas más dulces. La mujer se ablandó ante aquel bonito detalle, lo cogió refunfuñando y yo me alegré de que lo hiciera.
—No se preocupe. Confíe en mí. Estoy segura de que sabrá comportarse de la forma más conveniente y...
—¿Qué estás haciendo?
Me volví al instante. Aquel tono de voz alarmado provenía de la habitación de Rigel.
Me apresuré a entrar sin pensarlo dos veces. La enfermera estaba delante de su cama, alterada y con el rostro encendido.
La observé con más detenimiento y entonces lo vi.
Envuelto por el sol que iluminaba las cortinas blancas, Rigel llevaba el tórax ceñido con un complicado vendaje y tenía las mantas recogidas a la altura de la pelvis. Unas sombras le excavaban el rostro a la altura de los pómulos y, bajo las afiladas cejas, sus iris resaltaban de un modo maravilloso y obsesivo.
En ese momento, él los estaba empleando para fulminar a la enfermera.
—¿Qué pasa? —pregunté, observando que erguía el busto y apoyaba un brazo en la cama para hacer palanca. Sujetaba la manta con las manos, como si fuera una especie de cárcel.
—Le he dicho que no puede levantarse —respondió ella—, pero no quiere escucharme...
—No pasa nada —le dije sonriente a la enfermera, mientras apoyaba una mano en el hombro de Rigel y lo empujaba hacia abajo. Sentí que sus músculos reprimían a duras penas su deseo de rebelarse—. No hay motivo para alarmarse.
La mujer se escabulló y se llevó consigo la bandeja del almuerzo. La observé mientras desaparecía por la puerta y a continuación me volví hacia él y le sonreí con cariño.