El tiempo se había detenido.
El mundo había dejado de girar.
Solo estábamos nosotros.
Sin embargo, en mi interior, una serie de universos en colisión acababa
de dar nuevas formas a cada una de mis certezas.
Era incapaz de moverme. Tenía los ojos inermes, abiertos de par en par.
Pero por dentro...
Por dentro yo ya no era yo.
Mi alma temblaba. Las emociones se escapaban por todas partes sin que
pudiera detenerlas. Mis sentimientos corrían cuesta abajo, cada vez más veloces, siempre más deprisa. «No, no, espera... Por favor, espera, así no... Así no...», hubiera querido gritar mi corazón.
Pero él no se detenía.
Era tan disparatado pensar que el mundo no se había enterado de la explosión que se había producido en mi interior... Como si estuviera condenada a sufrir un suplicio solo mío, que me iba excavando en silencio yme quemaba con cada respiración.
Los dedos de Rigel rozaban mi vestido a la altura de las caderas. Sus
manos ascendieron con gestos lentos, arrugando la tela a lo largo de mis costillas sin que yo ni siquiera me atreviese a respirar. Quería tenerlo así, encima de mí, todos los días. De pronto, posó sus labios en mi vientre.
Rigel me besó la piel a través del vestido.
Me quedé sin aliento. Estaba turbada, hipersensible, y me hervía el cuerpo, pero no fui capaz de reaccionar a tiempo. Otro beso, esta vez más arriba, en una costilla que debería haber ardido para siempre. Yo seguía temblando cuando sus manos me atrajeron hacia sí.
—R... Rigel —balbuceé mientras él me besaba con ardor el esternón. Parecía perdido, extraviado en mi calor, en mi perfume, en mi cuerpo tan cercano.
El corazón me martilleaba el estómago en respuesta a las caricias de su boca. Hundí mis dedos en su pelo y su respiración se me subió a la cabeza.
Me besó la piel desnuda del pecho, lentamente, de aquel modo en que solo él podría hacerlo, con los dientes y con los labios. Mis senos ascendían y descendían al ritmo, y su cálida lengua recorrió mi carne, creando una estela de pasión.
Jadeé cuando sus dedos recorrieron mi muslo y lo estrecharon. Lo atrajo hacia sí y mi corazón no tuvo fuerzas para oponerse.
Traté de ignorar aquella suave tensión que empezaba a formarse en mi estómago, pero no me fue posible. Era como si me estuviese retorciendo el corazón. Me sentía caliente, húmeda, temblorosa. La situación se me estaba escapando de las manos, no reconocía ninguna de aquellas sensaciones y, sin embargo, todas me pertenecían.
Se me escapó un débil gemido.
Al oír aquel sonido, sus manos tiraron de mi brazo hacia sí, presa de un frenesí incontrolable. Acomodó con un gesto posesivo mi muslo en su cadera y hundió la boca en mi garganta, mordiéndola, torturándola,llevando aquella tensión al límite. Se me aceleró la respiración.
Sus dientes tantearon la curva de mi cuello y lo saborearon como un fruto prohibido. Sentí que se me aflojaban las piernas y el corazón pasó a ocupar
todo el espacio.
No estaba razonando.
Me temblaban los tobillos. Los huesos de su pelvis me presionaban los
muslos mientras yo hundía mis manos en sus hombros para tenerlo bien pegado a mí. Ahora él era mi centro, el núcleo de mi universo. Solo lo veía a él, solo lo sentía a él, cada centímetro de mi ser temblaba solo con pensar en él.
Sus labios besaron la arteria palpitante de mi garganta, saciándose de mi latido. Respiraba con dificultad, presa de violentas sensaciones, cuando sus dedos me apretaron un seno. Un potente escalofrío me cerró el estómago y aquella emoción me asustó.
De pronto, la realidad me embistió como un cubo de agua helada. Me sobresalté, la tensión se rompió y me asaltó un irrefrenable temor a que todo cuanto estaba sintiendo fuera real.
—¡No!
Aparté su cuerpo del mío y retrocedí.
La mirada petrificada de Rigel me atravesó el corazón. Me miró a través
de su melena desordenada y cada paso que di para alejarme de él fue como una puñalada.
—No podemos —murmuré agitada—. ¡No podemos!
Rigel me rodeó con sus brazos y entonces distinguió un destello de terror en mis ojos.
—¿Qué...?
—¡Está mal!
Mi voz resonó por toda la habitación. Aquella única palabra hizo que se
nos rompiera algo por dentro.
Los iris de Rigel se transformaron. Me pareció que nunca habían sido tan