Después de aquella tarde en el baño, Rigel hizo todo lo posible por no cruzarse conmigo.
Y no era que los momentos de obligada convivencia fuesen muchos, pero los restantes se redujeron a la mínima expresión, en la tónica habitual de Rigel, con aquel modo tan suyo de invadir y alejarse, en silencio, con discreción y desapego.
Durante el día me evitaba; por las mañanas se iba antes que yo.
Mientras recorría sola el camino a la escuela, recordaba que todas las veces que habíamos ido juntos, yo siempre me mantenía detrás, sin atreverme a ir a su lado.
No lograba entender la naturaleza de las sensaciones que despertaba en mí.
¿No era eso lo que yo había querido desde que era pequeña? ¿Que se mantuviera alejado de mí?
También cuando llegué allí, solo había deseado verlo desaparecer. Tendría que haberme sentido aliviada, y sin embargo...Cuanto más me evitaban sus ojos, más lo buscaban los míos.
Cuanto más me ignoraba, más me preguntaba yo el porqué.
Cuanto más lejos estaba Rigel, más sentía que el hilo que lo unía a mí se
torcía, como si él fuera una extensión de mi persona.
Como en aquel momento; caminaba por el pasillo, perdida en reflexiones
que tenían que ver con él. Acababa de volver de clase, pero como siempre andaba sumida en mis cavilaciones, ausente del mundo, y no me percaté a la primera de que el parquet había crujido. Después, me di cuenta de que aquel débil sonido provenía de la habitación de al lado.
Aparqué un momento lo que tan agobiada me tenía y mi insaciable curiosidad me empujó a asomar la cabeza por la puerta.
Me quedé pasmada de la sorpresa.
—¿Asia?
Ella se volvió.
¿Qué estaría haciendo allí?
Estaba de pie, en silencio, en medio de la estancia.
Llevaba en la mano un pañuelo que ya le había visto, pero no tenía ni
idea de por qué estaba en nuestra casa. ¿Cuándo había llegado?
—No sabía que ibas a pasar por aquí... —proseguí, en vista de que no me prestaba atención. Pero siguió mirando las paredes, como si yo no
estuviera.
—¿Qué... estás haciendo en la habitación de Rigel?
Sin duda debí de decir algo inconveniente, porque ella pareció
ensombrecerse. Entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos líneas. Pasó por mi lado sin responderme y tuve que apartarme para dejarla pasar.
—¿Asia? —preguntó Anna apareciendo en las escaleras—. ¿Va todo bien? ¿Lo has encontrado?
—Sí, me lo había dejado en la banqueta, en tu habitación. Se había caído al suelo.
Agitó el pañuelo y se lo guardó en el bolso.Anna llegó hasta donde estábamos y le acarició el brazo sonriente. Me pareció que el calor que irradiaba solo la alcanzó a ella.
—Pero qué molestia... —estaba diciéndole en tono afectuoso—, ya sabes que puedes pasar por aquí cuando quieras. Está de camino a la universidad, ven de vez en cuando a saludarnos...
Sin saber muy bien por qué, una sensación de inseguridad se instaló en mi pecho. Traté de impedírselo, pero aquel sentimiento ya había asomado en mi corazón, mezquino y malévolo, manchándolo todo.
De pronto, cada detalle se me aparecía amplificado al máximo. La mirada de Anna «brillaba» cuando hablaba con ella. El afecto que le prodigaba a aquella chica era profundo y maternal.
Le sonreía, la acariciaba. La trataba como a una hija. Después de todo, ¿quién era yo en comparación? ¿Qué podían valer aquellas pocas semanas frente a toda una vida?
Empecé a sentir esa sensación de extrañamiento que tan familiar me resultaba. Apreté los dedos y luché por no compararme con ella. No era propias de mí esas actitudes, la competitividad nunca me había interesado, pero... Se me aceleró el corazón. Me precipité de cabeza en mis ansiedades y el mundo perdió su luz.
Tal vez yo nunca estaría a la altura.
Tal vez Anna lo había visto...
¿Y si se había dado cuenta de que había cometido un error?
¿Y si había visto lo insulsa, inútil y extraña que yo era?
Las sienes me palpitaban. Una batería de miedos injustificados empezó a
abrirse camino en mi piel, mientras mi mente me atormentaba con imágenes del Grave y las rejas volvían a abrirse de nuevo para mí.
«Seré buena».
Anna volvió a reírse. «Seré buena».
Se me cerró la garganta.