38 Más allá de toda medida

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Un anillo.
Carl le había regalado un anillo a Adeline.
La noticia de su compromiso nos llenó a todos de felicidad. Anna se
llevó las manos al corazón, emocionada, y yo abracé a Adeline con tanto entusiasmo que las dos nos caímos en el sofá.
Sentí una alegría que no sabría explicar con palabras, me llenaba el corazón de música y rebosaba de luz. La quería con toda mi alma y se merecía ser feliz. Para celebrarlo, Anna decidió que al cabo de unos días, celebraríamos una fiesta en casa e invitaríamos a todos nuestros amigos. En el fondo, Adeline ya era de nuestra familia
«Llegarás a tiempo, ¿verdad?», escribí en el móvil mientras mis pasos resonaban en el cemento de la acera.
Caminaba a paso ligero por la calle mientras el viento me acariciaba el

pelo que me caía en cascada sobre los hombros.
«Sí», respondió Rigel, escueto como siempre. Nunca desperdiciaba
palabras y menos en los mensajes.
Sabía lo ocupado que estaba con los estudios y todo lo demás, pero
esperaba que no llegase tarde, al menos esa noche.
«Entonces nos vemos a las ocho», escribí, alegre y serena.
Además, tenía otro motivo para estar de buen humor: había aprobado el
examen de Enfermedades Infecciosas con muy buena nota tras haberme pasado semanas estudiando. No era una asignatura fácil y llamé enseguida a Rigel para comunicarle la feliz noticia, porque él sabía cuánta pasión ponía en mi carrera universitaria. Siempre era el primero al que llamaba tras un examen y el único que, cuando me felicitaba, me hacía sonreír y alegrarme como si fuera una niña.
«Pásatelo bien con tus amigos», respondió con una consideración inhabitual.
Iba a tomarme una cerveza con unos compañeros de clase antes de cenar. Según ellos, un examen tan importante había que celebrarlo y a mí me pareció muy buena idea. Pasé por casa para cambiarme; así ya iría vestida para la velada y no tendría que tardar tanto con los invitados ya en casa.
«Gracias», le escribí, sonriendo a la pantalla; después, guardé el móvil y me apresuré en llegar al local.
Me pareció bien iluminado, refinado y acogedor; el cristal dejaba entrever unas hileras de luces que colgaban del techo como ramas de sauce llorón y los pequeños sofás de cuero para dos personas propiciaban el ambiente idóneo donde relajarse en compañía.
Will ya había llegado. Estaba esperando delante de la puerta, pero no reparó en mi presencia hasta que no estuve a su espalda.
—¡Hola! ¿Hace mucho que esperas?
—¡Ey! No, acabo de lle... —Las palabras se desvanecieron en su boca en cuanto se volvió.

Me miró de arriba abajo y yo a mi vez le eché un vistazo a mi reflejo en el cristal del establecimiento para averiguar si había algo que desentonase.
Llevaba unos botines con tacón, unos pantalones ceñidos y una chaquetilla corta que me llegaba a la cintura. Debajo había optado por un top de un gris perla a juego con mis ojos. El top tenía un corpiño rígido y unas mangas abombadas de organza que lo hacían sofisticado y femenino. Me había dejado el pelo suelto y en el cuello lucía el espléndido colgante en forma de lágrima que me había regalado Rigel por mi cumpleaños.
Con vistas a la fiesta de la noche, me había aplicado un maquillaje ligero que me resaltaba los ojos y un carmín tenue que acentuaba la turgencia de mis labios, destacando el color rosado de mis mejillas. Después de haber superado barreras y afianzado la confianza, unos años atrás, Anna y yo compartimos uno de esos momentos «mamá e hija» con los que siempre había soñado: fuimos juntas a comprar cosméticos y ella me enseñó a maquillarme. Despacio, con calma, atención y paciencia. Fue un momento muy íntimo e importante para mí, que siempre conservaría en mi recuerdo.
Norman, por su parte, me enseñó a conducir y gracias a él me saqué el carnet. Vino al examen conmigo y, aunque yo estaba muy nerviosa, logró serenarme con su flema habitual. En cuanto me lo dieron, salí del edificio agitando la tarjetita y él me obsequió con un tierno abrazo, mostrándose orgulloso y cortado a la vez mientras sonreía bajo sus gruesas gafas.
Eran instantes que atesoraba en la memoria, como un valioso cofre lleno de maravillas.
En aquel momento, noté que Will tenía los ojos puestos en mis piernas. Billie me había dicho que aquellos pantalones me estilizaban las piernas más que ninguna otra de mis prendas, pero yo me los había puesto porque eran muy cómodos, porque me sentía bien llevándolos, no para atraer miradas indeseadas.
Aparté la vista de él y miré a mi alrededor.
—Y bien —dije mordiéndome el labio—, ¿los demás vienen o...?

Fabricante de lagrimas.Where stories live. Discover now