Rigel me desestabilizaba.
Durante dos días, no pude quitarme de encima aquella sensación.
La sensación de sentirlo mezclado en mi sangre.
Había veces en que estaba segura de saberlo todo acerca de él.
Otras, en cambio, eran tantas las zonas de sombra que lo constelaban, que
me convencía de lo contrario.
Rigel era como una elegante fiera vestida con su manto más hermoso,
pero en su interior ocultaba una naturaleza salvaje e impredecible, en ocasiones sobrecogedora, que lo hacía inaccesible a todo el mundo.
Por otro lado, él siempre había hecho lo posible por impedirme comprenderlo: cada vez que me acercaba demasiado, me «mordía» con las palabras y me gruñía que me alejara, como había hecho aquella noche en la cocina. Pero luego se daban ciertas situaciones, ilógicas y contradictorias, y yo no lograba explicarme su comportamiento.
Me confundía, me turbaba, era insidioso, y yo hubiera hecho bien en seguir su advertencia: mantenerme alejada de él.
Excluyendo mi relación con Rigel, no podía decir que las cosas nomarcharan bien. Adoraba a mi nueva familia.
Norman era deliciosamente desmañado y Anna se parecía cada vez más
al sueño con el que había fantaseado tantas veces de niña. Era maternal, inteligente, atenta, y siempre se preocupaba de que comiese y me sintiera bien. Yo ya sabía que estaba muy delgada, que no lucía el saludable color rosado de las otras chicas de mi edad, pero aún no estaba habituada a que me dispensasen aquella clase de atenciones.
Era una auténtica mamá y, aunque no tenía el valor de decírselo, me estaba encariñando de ella como si ya fuera la «mía».
La niña que años atrás soñaba con abrazar el cielo y hallar a alguien que la liberase, ahora miraba aquella realidad con los ojos del encanto.
¿Sería capaz de no acabar perdiéndolo todo?
Salí de mi habitación tras otra tarde de deberes. Estudiaba mucho y me esforzaba en ser buena; sobre todo quería que Anna y Norman estuvieran contentos conmigo.
Para mi sorpresa, en el comedor me topé con alguien.
Era Klaus, el gato de la casa. Definitivamente, había decidido mostrarse. Sentí un placer muy cálido al encontrármelo fuera de mi habitación, porque me encantan los animales y me hace muy feliz interactuar con ellos.
—Hola —le susurré sonriente.
Me pareció muy hermoso. Su pelo suave y largo como algodón de azúcar, de un bonito color gris pólvora, enmarcaba dos espléndidos ojos amarillos muy redondos. Anna me había dicho que tenía diez años, pero los llevaba con mucho orgullo y dignidad.
—Qué guapo eres... —lo adulé, preguntándome si me dejaría hacerle mimos. Me miró con sus ojazos recelosos. Y finalmente erizó la cola y se marchó.
Lo seguí como una niña, observándolo con ojos apasionados, pero él melanzó una mirada esquiva, dándome a entender que no le apetecía. Saltó por la ventana y aterrizó en el tejado, dejándome sola en el pasillo. Sí que debía de ser un tipo solitario...
Estaba a punto de marcharme cuando un ruido llamó mi atención. No me percaté enseguida: sonaba como un jadeo y venía de la habitación contigua. Pero no era una estancia cualquiera.
Era la habitación de Rigel.
Deduje que era su respiración. Sabía que no debía entrar, que tenía que mantenerme alejada, pero oírlo respirar de aquel modo me hizo olvidar mis propósitos por un momento. La puerta estaba entreabierta y miré dentro.
Distinguí su imponente figura. Estaba de pie en el centro de la estancia, dándome la espalda. A través del resquicio pude entrever las venas hinchadas de sus brazos; los mantenía rígidos, con los puños sobre las caderas.
Fueron estos los que me llamaron la atención. Tenía la piel de los nudillos tirante y apretaba con fuerza los dedos exangües. Me fijé en que tensaba los músculos hasta el hombro y no entendía el porqué.
Parecía... ¿furioso?
El suelo me traicionó con un crujido antes de que pudiera ver mejor. Sus ojos me asaetearon y me sobresalté. Retrocedí por instinto y enseguida la puerta se cerró de golpe, dando al traste con todas mis conjeturas.
No dejaba de darle vueltas mientras miraba la habitación. ¿Se habría dado cuenta de que era yo? ¿O simplemente le pareció que había alguien? Una mortificante punzada me hurgaba el pecho y las dudas atormentaban mi alma. Me mordí el labio y retrocedí caminando hacia atrás hasta que vi el camino libre.
—Nica —oí la voz de Anna que me llamaba—, ¿podrías ayudarme?
Llevaba un cesto con la colada recién hecha. Aparqué mi inquietud y al instante fui hasta donde estaba, temblorosa, como cada vez que se dirigía a mí.