Cuando era pequeña, había oído decir que la verdad vuelve el mundo de colores.
Ese es el trato. Hasta que no la conozcas, no podrás ver la realidad con todos sus matices.
Ahora que podía verlos, ahora que sabía todo lo que antes ignoraba, debería mirar el mundo con las tonalidades brillantes de quien por fin podía comprender.
Sin embargo, nada me había resultado nunca más gris.
Ni el mundo. Ni la realidad. Ni mucho menos yo.
Cuando era pequeña, también había oído que no podías mentirle alfabricante de lágrimas. Porque él te lee por dentro... No existe una sola emoción que puedas ocultarle. Todo cuanto hay de desesperado, desgarrador y sincero moviéndose en tu corazón, te lo ha inyectado él.
Cuando era una niña, le temía como a un monstruo. Para mí solo existía aquello que querían hacernos creer: el hombre del saco que, si mentías, venía a buscarte para llevarte con él.
Aún no sabía lo equivocada estaba. Solo lo descubriría al final.
Solo con los ojos llenos de aquella verdad finalmente podría comprender ese cuento que me había acompañado durante toda mi vida.
Adeline me lo contó todo.
A través de sus palabras, pude reconstruir el hilo de una vida paralela a la mía, vivida en soledad.
Cada pieza, cada pedacito de papel... Todo volvió a su sitio, dando forma a las páginas de un cuento que al fin podía leer.
A partir de aquel momento, lo único que albergaron mis ojos fue la certeza de un final que nunca hubiera podido saber.
Al día siguiente, un oficial de la policía vino a hacerme algunas preguntas. Me pidió que le contara lo que había sucedido y yo respondí a sus cuestiones con voz monocorde. Le conté la verdad: el encuentro con Lionel, la riña, la caída.
Al final, cuando hubo tomado algunas notas en su bloc, el hombre me miró a los ojos y me preguntó si Lionel me había empujado intencionadamente.
Me quedé en silencio. Por mi mente pasó cada instante de aquel momento, la rabia, la furia vengativa, su rostro contraído por el asco. Y, entonces, una vez más, dije la verdad.
Había sido un accidente.
El hombre asintió y se fue tal como había llegado.Cuando se enteraron de lo del accidente, Billie y Miki acudieron corriendo al hospital.
Miki llegó muy pronto, estuvo esperando fuera, en una de las sillas que había enfrente de mi habitación. Se puso en pie cuando Billie apareció corriendo por el pasillo, jadeando y con lágrimas en los ojos.
Se miraron a la cara entre el trasiego de las enfermeras, una con los labios tensos de la angustia, la otra con los ojos irritados por el llanto.
Al cabo de un instante, Billie rodeó a Miki con sus brazos y se puso a sollozar. Se abrazaron como nunca antes se habían hecho y aquel gesto irradió todo el calor de un afecto recuperado. Permanecieron así un buen rato, hasta que se soltaron despacio, mirándose a los ojos. La mirada que intercambiaron antes de entrar auguraba luces y claros tras un horrible temporal.
Tendrían que hablar. Largo y tendido.
Ellas aún tenían tiempo. —¡Nica!
Billie corrió a mi cama. Se abalanzó sobre mí para abrazarme. Las costillas lesionadas palpitaron dolorosamente, pero yo me limité a entornar los ojos sin emitir el menor sonido.
—No puedo creerlo... —dijo entre sollozos—. Cuando oí la noticia, no... Te juro que me quedé sin respiración... Dios mío, qué cosa tan terrible...
Sus dedos tocaron lo míos y los envolvieron lentamente.
Miki me estrechó la mano, tenía los ojos hinchados y el maquillaje corrido.
No tuve el ánimo suficiente para decirle a Billie que me estaba haciendo daño.
—Si podemos hacer cualquier cosa... —Oí que murmuraba, pero mi corazón era un profundo hueco y aquel sonido se perdió por el camino.Entonces Miki se volvió hacia Rigel. Recordé cuando me confesó que había algo en él que no la convencía. Ella había visto el lobo, como todos los demás, y al igual que ellos, no había sido capaz de vislumbrar el alma que palpitaba debajo.
—Oh, mi foto —exclamó Billie sonriente mientras se enjugaba las lágrimas con los dedos—. Aún la conservas...
La polaroid estaba allí, endeble y rozada con esa ligereza banal que me seguía manteniendo sujeta a la realidad de un modo insoportable.
Sentí que el corazón me hacía polvo las costillas cuando ella me susurró emocionada:
—No sabía que la tendrías aquí...
Hubiera querido explicarle el significado que había detrás de aquella foto.
Hubiera querido que sintiese el dolor extenuante que me devoraba por dentro, porque me estaba matando.
Puede que un día se lo contara.
Un día, le diría que no todas las historias están en las páginas de los libros. Que hay cuentos invisibles, callados y ocultos, destinados a quedar incompletos para siempre.
Puede que un día le contara el nuestro.
Me observaron desconcertadas, buscando un ápice de mí, de aquel aire despreocupado que siempre me había caracterizado, pero no reaccioné. Me quedé inerme, así que decidieron dejarme tranquila.
Solo cuando ya estaban en la puerta, me oí a mí misma decir:
—Me protegió.
Miki, que era la última en salir, se detuvo y se giró.
No alcé la vista, pero percibí igualmente su mirada. Dio media vuelta de
nuevo y miró a Rigel una última vez.
En cuanto me quedé sola, me fijé en mis manos.
Ambas estaban completamente blancas. Tenía la piel descubierta desde