26 Mendigos de cuentos

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Billie permaneció un buen rato en silencio. Miraba al vacío con las lágrimas cristalizadas y los ojos arrasados por el llanto.
No podía ni imaginarme lo que debería de estar sintiendo en ese momento. Probablemente, por sus ojos estaría pasando la amistad de toda una vida.
Hubiera querido consolarla. Decirle que todo volvería a ser como antes.
Pero quizá lo cierto fuera que había cosas que estaban destinadas a cambiar, por mucho que nos esforzáramos. Cosas que mudarían inevitablemente, porque la vida sigue su curso.
—Estoy bien —dijo cuando una de mis caricias le recordó que yo aún estaba allí. Pero, aunque me esforzase en pensar que era así, sabía que ni siquiera ella se lo creía.
—No es verdad —respondí—. No tienes por qué fingir.
Billie cerró los ojos. Sacudió lentamente la cabeza, como una marioneta descantillada.
—Es que... no me lo puedo creer.

—Billie, Miki...
—Por favor, yo... —me interrumpió, devastada— no quiero hablar de ello.
Bajé el rostro.
—No lo ha hecho por lástima —susurré igualmente, sin mirarla—. La rosa... no era por compasión. Sabes que nunca lo habría hecho por ese motivo.
—Yo ya no sé... nada.
—Lo que ha sucedido no debe cuestionar vuestra amistad. —Busqué sus ojos—. Vuestra relación siempre ha sido sincera, Billie... Más de lo que crees. —Vi que tragaba saliva y añadí—: Ella te quiere... con toda su alma...
—Por favor, Nica —Billie apretó los labios, como si en esos momentos cada palabra le hiciera daño—. Necesito... un momento. Para asimilar. Sé que no quieres dejarme sola, pero... no te preocupes por mí. Estaré bien. — Se había dado cuenta de la preocupación que reflejaban mis ojos y parecía querer tranquilizarme—. Solo necesito estar un rato a solas.
—¿Estás segura?
—Sí, totalmente... —me aseguró, mientras trataba de esbozar una sonrisa—. De verdad, todo está bien. Y, además, tú tienes que ir a una fiesta, ¿no?
—No, no importa. Además, ya se ha hecho tarde...
—¿Y qué harás con esto? —preguntó—. ¿No me dirás que hemos estado invirtiendo tanto tiempo en prepararte para nada? No pienso aceptarlo... Y, en cualquier caso, estoy segura de que Lionel aún debe de estar esperándote...
Traté de replicarle, pero ella se me adelantó:
—Deberías marcharte. Estás preciosa así... Es tu velada. No quiero que se estropee por mi culpa.
—¿Y tú? —pregunté, como si buscara un motivo para quedarme—. ¿Qué

piensas hacer?
—Yo estaré bien. Ya te lo he dicho... Todo está controlado. Le he pedido
a la abuela que venga a buscarme. Llegará de un momento a otro y me llevará a casa...
Le dije que yo ya había tomado la decisión de quedarme, pero ella me hizo incorporarme, me alisó el vestido en las caderas y me aseguró que no tenía de qué preocuparme. Antes de que pudiera insistir, ya me había empujado delicadamente fuera de la habitación.
—Ve —me dijo con una sonrisa triste sin darme ocasión de replicar— y diviértete. Hazlo por mí. Mañana hablamos.
Me encontré de nuevo en el pasillo, con la puerta cerrándose a mi espalda. Sin embargo, en cuanto estuve sola, en lugar de obedecer, empecé a caminar en sentido contrario.
Busqué a Miki detrás de cada puerta.
Cuando llegué a la última habitación, vi que estaba cerrada, así que debía de ser allí, y toqué en la puerta.
Llamé varias veces, antes de susurrar que sentía lo que había pasado. Le dije que no quería entrometerme, que podía dejarme entrar, aunque no le apeteciera que hablásemos.
Que simplemente estaría allí, a su lado. Todo el tiempo.
Pero no respondió.
Miki dejó la puerta cerrada y yo me quedé allí, sujetando el tirador, con
los ojos fijos en el batiente y la necesidad de verla.
—Señorita —dijo una voz.
Me volví y Evangeline me miró apesadumbrada.
—El coche la está esperando para llevarla adonde desee.
La mirada de angustia que le devolví era una petición silenciosa que
finalmente no pude reprimir.
—Yo quisiera ver a Miki...
—La señorita prefiere no ver a nadie en este momento —respondió

despacio, y el modo en que me miró fue más explícito que mil palabras—, pero ha dado instrucciones al conductor para que la lleve a la dirección que usted indique. El coche la espera en la avenida.
No quería irme así, sin verla al menos.
Evangeline juntó las manos en el regazo, consternada.
—Lo siento.
Bajé la mirada antes de echar un último vistazo a la puerta. Me quedé
allí, impotente, observando aquella habitación cerrada y, por fin, me resigné a seguirla escaleras abajo.
Evangeline me pasó la chaqueta y yo la estrujé contra el pecho; me deseó una buena velada y me invitó a subir al coche.
Edgard me abrió la puerta. Le di las gracias y me acomodé en el asiento de atrás; el crujido de la grava nos acompañó hasta las puertas de la verja.
Me volví para echar un último vistazo a la casa. En un instante, se desvaneció tras las copas de los cipreses.
Llegué a casa de Lionel con las uñas hundidas en el vestido; la música del exterior hacía vibrar el habitáculo del coche. Me quedé mirando a toda aquella gente que abarrotaba el jardín sin ser capaz de moverme.
—¿No es esta la dirección exacta? —me preguntó Edgard.
—Sí, sí. Es esta.
Me sentía clavada en aquel asiento. Como si mi corazón hubiera echado
raíces allí. Pero la mirada expectante de Edgard me aportó la dosis de incomodidad suficiente para decidirme a abrir la puerta.
Salí a la oscuridad de la calle, mitigada por unas farolas.
La gente ocupaba la acera y la música estaba tan alta que apenas podía escuchar mis pensamientos. En aquella aglomeración de chicos con el torso desnudo, cajas de cerveza y gritos, me sentí fuera de lugar enfundada en mi vestido de alta confección.

Fabricante de lagrimas.Where stories live. Discover now