Nadie respiraba.
Rigel los veía a todos inmóviles, en fila, uno al lado del otro.
Él no estaba entre ellos.
Como siempre.
La sombra de la directora merodeaba delante de aquellos cuerpecitos
como un tiburón negro.
—Hoy, una mujer me ha dicho que uno de vosotros le ha hecho señas
desde la ventana.
Su voz era un vidrio lento y rechinante.
Rigel observaba la escena a distancia, sentado en la banqueta del piano.
No le había pasado desapercibida la mirada de odio en estado puro que le había lanzado Peter.
A él nunca lo castigaban junto con los demás.
—Me ha dicho que uno de vosotros ha tratado de decirle algo. Algo que
No quiero el final feliz. Quiero el gran final. Como los de los prestidigitadores, esos que te dejan con la boca abierta y te hacen creer, por un instante, que la magia puede existir.no ha logrado entender.
Nadie respiró.
Ella los miró uno por uno y Rigel se dio cuenta de que los dedos de ella
se cerraban alrededor del codo de la niña que estaba allí al lado.
Adeline trató de no ponerse rígida, ni siquiera cuando la directora
empezó a apretarle el brazo en una presa lenta e implacable.
—¿Quién ha sido?
Todos callaron. Le tenían miedo y eso bastaba para hacerlos culpables a
sus ojos. Así era como ella lo veía.
A Adeline la piel empezó a ponérsele violácea. La estaba estrujando con
tal fuerza que su rostro gritaba de dolor por ella.
—Monstruitos ingratos —masculló la directora con un odio
desnaturalizado.
Rigel captó enseguida qué era aquel fulgor rojizo en sus ojos. Era el
fulgor de la violencia.
Todos empezaron a temblar.
Margaret soltó a Adeline. Y, después, con movimientos mecánicos, se
sacó la correa de cuero del pantalón.
Rigel vio a Nica, al fondo, temblando más que el resto de los niños.
Sabía que las correas la aterrorizaban. Algo lo arañó por dentro mientras la miraba, como una uña rascándole la piel. Sintió que se le paraba el corazón y le sudaban las manos.
—Volveré a preguntarlo —estaba diciendo la directora, mientras caminaba despacio a lo largo de la fila—. ¿Quién-ha-sido?
La vio tiritar. Habría podido decir que había sido él, de hecho, otras veces se había atribuido la culpa por algo que no había hecho, pero esta vez no funcionaría. Había estado con ella todo el día.
Además, Margaret estaba demasiado furiosa. Y, cuando estaba tan furiosa, alguien pagaba siempre las consecuencias.
Ella quería hacer daño.Ella quería golpearlos.
No lo hacía porque estuviera enferma. O trastornada.
Lo hacía porque quería hacerlo.
Rigel no podía exponerse y atribuirse todas las culpas, o ella dejaría de
confiar en él, de darle más libertad que a los demás, y entonces no habría podido proteger a Nica.
—¿Has sido tú?
La vi detenerse delante de una niña con las rodillas temblorosas. Bajó la cabeza enseguida y miró al suelo. Se estrujaba las manos con tanta fuerza que los dedos se le pusieron blancos.
—¿Y tú, Peter? —le preguntó al niño menudo con el pelo rojizo.
—No —respondió él con un hilo de voz.
Aquel gorjeo temeroso siempre había sido su condena. El cuero crujió en
las manos de la directora.
Rigel sabía que no había sido Peter. Estaba demasiado aterrorizado
como para hacer nada.
Pero Peter era tierno, delicado y sensible. Y esa era su culpa.
—¿Has sido tú?
—No —repitió.
—¿No?
Peter empezó a llorar porque lo sentía. Lo sentía todo. Ella quería
desfogarse.
Lo agarró del pelo y le arrancó un grito. Era pequeño, flacucho y tenía
las mejillas excavadas por las ojeras. Ofrecía un aspecto patético, con la nariz goteándole y los ojos llenos de miedo.
Rigel vio asco en los ojos de la directora y se preguntó si aquella mujer no tendría ni un ápice de humanidad.
Una vez más, se recordó a sí mismo que no debía sentir apego hacia aquella mujer, por mucho que lo mimase, que cuidara de él como si fuera su madre y le dijese que era especial. Ni porque fuera la única que lebrindase unas migajas de afecto.
No podía olvidar su segundo rostro.
Normalmente, no los castigaba en su presencia. Se aseguraba de que
estuviera en otra habitación, como si él no supiera lo que hacía o la clase de monstruo que era. Pero aquella vez no. Aquella vez estaba muy furiosa y no veía la hora de molerlos a palos.
—Date la vuelta —le ordenó.
A Peter se le llenaron los ojos de lágrimas. Rigel deseó que no volviera a hacérselo encima o ella le haría lamentar que hubiera manchado la alfombra.
La directora lo obligó a girarse y entonces él se llevó las manos temblorosas a la cabeza para protegerse, susurrando una oración que jamás saldría de aquella casa.
El restallido sonó tan fuerte que todos contuvieron el aliento. Lo golpeó en la espalda y detrás de los muslos. Donde nadie podría ver las señales.
El sufrimiento hizo que aquel cuerpecito se estremeciera como un trueno y parecía como si ella aún lo despreciase más porque reaccionaba al dolor.
¿Cómo podía? ¿Cómo podía amarlo un monstruo semejante?
¿Por qué la única persona que le profesaba afecto era tan inhumana? Aún se sentía más defectuoso.
Retorcido.
Inadaptado.
El rechazo caló tan hondo en él que lo rompió por dentro. Aún más.
No debía crear vínculos. No debía sentir afecto, el afecto era un error. —Quiero saber quién ha sido —dijo entre dientes la directora, la rabia le
hinchaba las venas de las sienes. Odiaba no dar con el culpable.
Se paseó entre los niños empuñando la correa y se acercó a Nica. Rigel observó con horror que se estaba mordisqueando las costuras de las tiritas. Era un gesto que hacía cuando estaba nerviosa y la directora se dio cuenta. Se detuvo ante ella, con sus embrutecidos ojos iluminados por una