Capitulo 25

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Amber:

Nunca pensé que sería capaz de regresar al cementerio después de aquel fatídico día en el que vi sepultado para siempre a la persona más importante de mi vida. Y aun así lo había logrado. Había entrado, le había comprado flores, y a diferencia de lo que imaginaba, había salido todo bien. Con Maicol todo era distinto, él era como un soplo de aire fresco, como un día soleado o un aguacero de primavera. Era lo mejor que me había ocurrido en mucho tiempo y tenerlo cerca sacaba lo mejor de mí. Sacaba la Amber que había sido antes de la muerte de mi padre. Por mucho que lo negara sabía que estaba sintiendo cosas por él y por primera vez me estaba dejando llevar. Cualquiera que me conocía podía jurar que era una chica decidida, que hacía lo que pensaba sin medir consecuencias. Estaban equivocados, siempre hacía lo contrario de lo que quería hacer. Nunca me había tatuado, no había salido con ningún chico por algo más que sexo, no me había dado la oportunidad de enamorarme y eso último era algo que me tenía pensando mucho últimamente. La vida era corta, no quería morir sin antes haber vivido un amor abrazador, quería sentir de verdad, reír sin vergüenza y cantar a todo pulmón bajo la luz de la luna. Quería ser normal, ir a un baile con un chico especial, bailar sin importar las miradas y caminar descalza por la arena de la playa en una noche estrellada. Lo había intentado, había organizado una fogata con mis amigos y me había divertido, había ido a una fiesta en el instituto y, aunque no había bailado con el chico que habría querido, terminé yendo a un mirador muy particular y había vivido la mejor noche de mi vida.

Al llegar a casa el corazón me dio un vuelco. Me encontré a mi madre sentada en las escaleras. Su mirada lo decía todo. Sus ojos verdes parecían echar fuego. La conocía tan bien que su presencia me tensó por completo. Tenía algo en la mano derecha. Pensé en las pastillas de mi armario, en los sobres de marihuana y cocaína que guardaba en mis zapatos. Algo grabe estaba ocurriendo y lo iba a descubrir en cuanto abriera la boca para decir algo.

—¿Cuándo llegaste? —Mi voz salió un poco forzada. Debía calmarme, ya había actuado otras veces frente a ella y había salido todo bien

—Hace unos minutos. —Se puso de pie y caminó hacia mí con pasos lentos. El sonido de sus tacones rojos resonó por todo el lugar.

—Me hubieras avisado que venías.

—¿Cuando pensabas decírmelo?

Guardé silencio. No sabía de lo que hablaba. Últimamente guardaba demasiados secretos. Busqué en sus ojos una respuesta, pero no logré encontrar nada. Decidí optar por el viejo truco de hacerme la desentendida. 

—¿De qué me hablas?

—De esto. —Me tendió un papel contra mi pecho. Lo tomé y no necesité leerlo. Sabía perfectamente de lo que se trataba. El corazón me empezó a latir con demasiada fuerza. Me dolía el pecho, me ardían los ojos y tenía ganas de vomitar. Me apetecía gritar, culpar a alguien, obligarla a callar.

—No lo digas, por favor. —Le rogué apartando la mirada.

—Me lo tenías que haber dicho.

—¿Para qué?, no hay una solución. El problema no se puede evitar, nada cambia que lo sepas tú. Además, en qué momento lo iba a decir, si nunca estás aquí.

—Soy la peor madre que existe. Me tenía que haber dado cuenta.

—Eso no cambia nada, esta es mi realidad y la tenemos que aceptar. Me tocó cargar con todo esto. Todo está bien, mamá.

—Nada está bien —me contradijo—. ¡Nada está bien, maldita sea!

Se acercó a mí despacio y por más que quice no me moví. Me quedé ahí hasta que sus manos me envolvieron. No recordaba la última vez que me había dado un abrazo. Era un desastre de hija y ella un desastre de madre. Quizás nos merecíamos después de todo. Las dos éramos muy parecidas en ese sentido. Hacíamos todo mal una y otra vez esperando resultados distintos.

El taller de los imperfectosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora