TIEMPO ATRÁS...
En el funeral siento un dolor tan grande en el pecho que ya no hay consuelo ni lágrimas para llorar. Me he vaciado de tanto sufrir en los últimos días, semanas, meses. Dejo caer mi cabeza en el hombro de papá, dejando que sus brazos me envuelvan mientras sollozo contra su pecho y sus manos acarician mi cabello.
—Cariño, lo siento tanto—me dice mientras su pecho se vuelve el único lugar seguro para mí.
La barba naciente en su cuello acaricia mi frente mientras me refugio como una chiquilla con él rodeándome.
—No lo sientas, papá...—le digo, afirmando mis manos sobre sus pectorales mientras sus brazos me otorgan calor—. Ya no sufre... Ya está bien.
Él me da un beso en la mejilla y también gimotea, ha hecho todo lo posible por contener el llanto al menos estando frente a mí, pero a veces es inevitable y queda al borde de quebrarse sin más.
Ahora, por ejemplo, noto que quiere romperse en pedazos, pero el tenerme en brazos a mí impide que él caiga al parecer.
—Ya está—le digo, intentando convencerme a mí misma—. Ya no hay nada que se pueda hacer...sucedió...lo que tenía que suceder.
—Lo siento mucho.
Se trata de una voz que proviene a nuestras espaldas.
Tomo el bordadillo de la camisa de papá y me limpio los ojos, no me he maquillado así que no se la ensucio. Me aparto un poco, sin dejar que papá deje de rodearme con su brazo, como si fuese lo único seguro a lo que quisiera aferrarme.
Cuando me doy la vuelta, me encuentro con dos personas a quienes reconozco de inmediato. El señor y la señora Green.
Papá tiene un negocio familiar, un pequeño mercado con el cual nos hemos permitido la subsistencia toda la vida, mediante el cual conozco a Christopher, un compañero de gimnasio que tiene la misma edad de él a quien no veía desde hace mucho tiempo. Reconozco que de pequeña era casi un padre para mí, un segundo padre. Yo le llamaba "el tío Chris" y a su esposa la "Tía Margaret", aunque la empresa que resultaba de proveedora para mercadería a nuestro negocio familiar, resultó ir in crescendo hasta que las distancias nos fueron apartando hasta que apenas conservo el recuerdo de ambos.
—Chris—dice papá, apartándose un poco de mí y estrechando en un abrazo a su amigo en un reencuentro inesperado. Han de tener la misma edad, quizás unos cuarenta (mis padres me tuvieron muy jóvenes), aunque Christopher mide al menos veinte centímetros más, me jugaría que superior al metro noventa, de pequeña me intimidaba su porte musculado fortísimo y su altura, me sentía bastante diminuta.
Y el tiempo no ha hecho algo muy distinto.
Sigo sintiéndome diminuta frente a ese hombre quien, evidentemente, no se ha apartado de su obsesión por la actividad física ardua.
Tía Margaret (bueno, no, no es mi tía, pero es de la manera que mi cabeza hace un repaso y la registra) viene hasta mí y me abraza. Ella sí es más cercana a mi porte, menuda, morena y con unos ojos que exacerban paz.
—Oh, cariño, lo siento mucho—dice ella estrechándome en un abrazo que me hace sentir nuevamente como en los viejos tiempos—. Lamento habernos apartado estos últimos años... Has crecido un montón.
—No, está bien—le digo, evadiendo un poco el punto de que ya me he desarrollado, eso me viene sucediendo desde muy chica y solía acomplejarme. De hecho, al día de hoy me siento muy acomplejada con el hecho de tener un busto bastante grande que no se condice a mi porte menudo, pero que he heredado de mi madre—. Gracias... Gracias a ustedes por haberse tomado la molestia de venir.
—Verdad que sí... ¿Megan? ¿Megs? ¿Eres tú?—dice "tío Chris", quien no es técnicamente tío, entornando los ojos y observándome como si fuese de una especie extraña—. ¡Vaya que estás enorme!
Y usted también está enorme, tío Chris.
Sus ojos azules brillan bajo la luz del sol que se filtra de a ratos entre densas capas de nubes que cubren el cielo del cementerio.
Él se acerca a mí y también me estrecha en sus brazos.
Se me corta la respiración en cuanto siento sus musculosos pectorales contra mis mejillas y su perfume almizclado incluido un olor varonil impregnando su camisa azul que combina con sus ojos y su saco negro que realza aún más lo apretada que le sienta la tela en su porte macizo.
—Vaya, Christopher, veo que tu nunca abandonaste el gimnasio.
En cuanto Margaret se aparta de mí, coloca una mano sobre uno de los brazos de su marido, se la ve muy orgullosa de la compañía que tiene. Creo que yo también andaría exhibiéndolo como un trofeo, pero no puedo verlo de otra manera que no sea más que el gentil amigo de papá.
—Y desde que tiene gimnasio en el edificio, nada lo ha parado. ¡Es una obsesión inmensa!—declara su esposa.
—¿Tienes gimnasio propio?—pregunta mi padre, rodeándome con uno de sus brazos por encima de mis hombros, también atrayéndome como a su pequeña hija trofeo. Imagino que a partir de este momento se afianzará a mí como nunca antes.
—No... Algo así—murmura él.
—Compró el gimnasio del edificio para tener horarios de entrenamiento exclusivos y sacar algún rédito económico de ello—aclara Margaret.
—Siempre fuiste muy hábil para hacer negocios con lo que a ti te apasiona, eh. Eres fenomenal—declara papá.
—Descubrí que los negocios me apasionan tanto como el resto de mis pasiones, ya no las concibo por separado—. Acto seguido, dirige su mirada profunda en mi dirección. Su barba dorada y recortada marca aún más los labios llenos de Christopher cuando me mira y dice en un tono ronco—: Veo que no soy el único que ha estado creciendo.
—Casi no la reconozco—declara Margaret—. Es la misma pequeña que con siete años me pedía y pedía libros para leer, a veces me hacía la ingenua cuando asaltaba mi biblioteca personal. Claro que siempre aparecieron los libros de regreso.
Esbozo una ligera risita al recordar aquellas ocasiones. Cuando les visitábamos, solía meterme entre sus estanterías y pedirle prestado un libro, mamá no me dejaba llevarle todos juntos porque aseguraba que no tendría tiempo de leerlos todos y debería hacerlo uno por vez.
Tenía razón.
Pero de todas formas, ya estando en ese espacio magnífico, me imaginaba que luego no recordaría qué libros llamaban mi atención y terminaba llevándome algunos en secretos. Nunca conservé un libro bajo mi propio atrevimiento sin que me lo haya permitido ella misma en algún regalo. Además de que en mis cumpleaños siempre la esperaba con mucho entusiasmo ya que seguramente su regalo sería un libro. Más adelante, cuando ya no estaba segura ni yo misma de cuánto había leído, me regalaba órdenes de compras en librerías.
Hasta que se mudaron a Nueva York y mi vida se vio aplanada nuevamente por leer lo que encontraba en internet y desestimar los libros en papel porque era un lujo que mi familia, mucho no podía permitirse.
—Ya tiene dieciocho—dice papá, estrechándome y vuelve a darme un beso en la mejilla. Su barba acaricia mi piel y me hace cosquillas, sintiéndome con una pizca de vergüenza—. Y acaba de graduarse del bachillerato, estoy muy orgulloso de ella.
—¡Dieciocho! Ay, que me siento muy mayor de repente—ella suelta una risotada que nos hace olvidar a todos el inmenso dolor que nos embarga y la acompañamos en el gesto.
Sin embargo, entre las risas, mis ojos se cruzan con los del señor Green quien observa la manera en que mi padre me tiene en brazos y una idea cruza por mi cabeza. Una tonta y estúpida idea.
Y es...
¿Cómo se sentirá estar entre esos brazos enormes que tiene él?
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El Socio de Papá
RomanceMegan acaba de terminar sus estudios de bachillerato y quiere ayudar a su familia antes de empezar la universidad. Su madre acaba de morir y su padre está con graves problemas en el negocio familiar. Sin embargo, recibe una prometedora propuesta que...