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Aleksei se despertó con la cabeza dando vueltas y un malestar en el estómago que lo hacía sentir aún más desorientado. Miró a su alrededor y, al darse cuenta de que estaba en una cama que no parecía la suya, se sintió aún más confundido. Se sentó despacio, sosteniéndose la cabeza. ¿Cómo llegué aquí? Se preguntó mientras trataba de recordar, pero su mente estaba en blanco. La última imagen que tenía era de sí mismo comiendo, y luego, nada.

Con cierta torpeza, se levantó y fue al baño. Necesitaba una ducha. El agua tibia le ayudó a despejarse un poco, pero seguía sin recordar cómo había terminado en esa habitación. Se vistió con lo primero que encontró: unos pantalones negros y una camiseta de tirantes blanca. Mientras caminaba por el pasillo, trataba de unir las piezas de lo que había pasado, pero nada tenía sentido.

Finalmente, decidió buscar a Dante. Recorrió la casa, llamándolo en su mente más que con la voz, hasta que lo encontró en la cocina. Sin decir nada, se acercó con pasos silenciosos y lo abrazó desde atrás, hundiendo el rostro en su cuello. Su aroma, dulce y afrutado, lo calmó de inmediato, aunque algo más llamó su atención. Aleksei olió a coco, y al mirar hacia Dante, lo vio sosteniendo un frasco lleno de galletas de coco.

Aleksei sonrió, pero antes de poder tomar una, Dante le dio un suave golpe en la mano.

—Solo una—dijo Dante, firme pero cariñoso—. Y después te tomas la pastilla.

Aleksei frunció el ceño, su mirada mostrando una mezcla de incomprensión y protesta.

—¿Pastilla? ¿Para qué? —preguntó con tono casi infantil, mirando las galletas como si le estuvieran arrebatando su mayor tesoro.

—Es para tu bien, Alek. Si quieres tus dulces, tienes que tomar las pastillas—explicó Dante con paciencia.

Con un suspiro, Aleksei asintió, resignado. Sabía que no ganaría esa discusión, y las galletas eran demasiado tentadoras. 

Durante todo el día, notó que cada cosa que hacía estaba, de alguna manera, calculada. Desde su desayuno hasta su cena, todo parecía estar medido y controlado. Y esas pastillas lo dejaban un poco adormilado, aunque también le ayudaban a calmarse.

Sin embargo, lo que más deseaba era a Dante, y no solo en el sentido físico. Lo deseaba cerca, sentirlo, hablar con él. Pero también sabía que no podía usar el sexo como una solución para todo. Aunque... pensó por un instante, reprimiendo el deseo. De tanto pensar, me dio hambre.

Se levantó y fue hacia la cocina para tomar otra galleta de coco y servirse un vaso de leche. Se sentó en la mesa del salón, disfrutando de ese pequeño placer. Estaba tan concentrado en sus pensamientos que no se dio cuenta de que Dante se había acercado hasta que sintió su presencia junto a él.

—Tendrás que ir al psicólogo—dijo Dante, sin rodeos, mientras se sentaba a su lado.

—Y vas a tener que empezar a hablar. La casa está demasiado silenciosa, y no eres mudo, Alek.

—No quiero...—murmuró Aleksei, apenas audible, mientras miraba a Dante con ojos arrepentidos.

Dante lo observó por un momento, recordando cómo, cuando eran más jóvenes, Aleksei solía romper cosas y luego, con una mirada similar, lograba que Dante lo perdonara sin mayor problema. Siempre terminaba mimándolo con algo dulce, y parecía que esa dinámica no había cambiado mucho. Sonriendo, Dante acarició suavemente la barbilla de Aleksei, quien cerró los ojos, disfrutando del contacto como si fuera un cachorro buscando consuelo.

—¿Qué voy a hacer contigo, mi bebé grande?—susurró Dante, manteniendo el tono cariñoso mientras continuaba acariciándolo.

Aleksei se estremeció al escuchar esas palabras, la calidez en la voz de Dante lo reconfortaba. Sin embargo, sentía una mezcla de emociones. Sabía que Dante tenía razón, que necesitaba ayuda, pero algo en su interior se resistía.

Obligados a amarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora