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Te quedaste sin habla, con esos ojos pardos abiertos de la sorpresa tan grande que mi declaración había causado. Pensé que no estabas preparada para mí, que no querías, que porque somos jóvenes como siempre dicen. Yo con veinticinco y tú con veintitrés; tal vez, pensé, me apresuré a ese momento.

Con tu mano entre las mías, viéndote fijamente y temblando como si estuviera bajo la nieve perpetua, te pedía a gritos internamente que dijeras sí.

—¿Q-qué? —tartamudeaste, eso al menos era algo. No tenía la valentía de volver a repetir la pregunta y que esta vez, escuchándola más clara dijeras que no. Aun así, para que vieras que mis palabras eran ciertas, respiré hondo y volví a preguntar.

—¿Quieres casar...

—¡Claro que sí! —gritaste eufórica, dejándome a mi sin habla. Te lanzaste a mis brazos y me plantaste un beso, de esos que te hacen soñar.

Te abracé fuerte, sintiendo tu aroma impregnándose en mí. Te tendría para mí por siempre, serías la madre de mis hijos y con quien compartiría mi vida entera, hasta llegar a viejitos, hasta llegar a morir.

El último adiós ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora