Corazón

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Reyna estaba nuevamente en San Juan, esto debe de ser una visión pensó.

—¿Porqué me trajeron aquí?— preguntó.

—No lo hicimos.— contestó Hazel.

Reyna se volteó, Nico no se veía por ninguna parte. Solamente estaba Hazel. —¿Dónde está?—la confusión estaba presente.

Hazel observó el cielo de tormenta. El viento azotaba las palmeras tropicales fuertemente y el paisaje era casi apocalíptico.

—Nico te dio su corazón. Era el único modo de traerte de vuelta.—

Los ojos de Reyna se llenaron de lágrimas. Su mirada se volvió turbia y sus hombros se tensaron. Eran noticias fuertes para la mente de la joven, aún así Hazel poseía un tono calmado que no empeoraba la situación. Era muy difícil enojarse cuando Hazel estuviera presente.

—Él no está muerto— aclaró Hazel —, él está allá arriba con los otros. Le han concedido el don de la inmortalidad. Nuestro hermano es un dios.—

Los ojos de Reyna se agrandaron el triple a medida que la observaba con una mezcla de horror y sorpresa, como si se hubiera abierto la caja de Pandora.

—¿Nico...un dios?—

Hazel asintió lentamente. Reyna dedujo que a ella también le chocaba la noticia.

—Él es la versión griega de Anubis, dios de los muertos. Nico es una especie de dios de la muerte.—

A Reyna le daría trabajo digerir todo eso, pero ahora habían cosas más importantes de las cuales preocuparse.

—Vale, le queda bien el título divino, pero ¿Qué hacemos aquí exactamente?—

Hazel observó a Reyna como si aún no pudiera creer que estaba viva, o tal vez no podía creer que Reyna había llegado a morir. Hazel la observaba como a alguien a quien emular. Una figura casi divina para la sociedad Romana. Ahora todo este rollo de salvarla de los Campos del Castigo habían surtido el mismo efecto que en Percy. Habían aumentado su aura de poder y respeto. Hazel escogió sabiamente sus palabras y habló:

—Interceptaron mi magia, alguien busca tener una conversación con nosotros.—

El labio inferior de Reyna tembló. Ella temía que hubiera sido algún enemigo, pero la voz que llamó a su nombre era diferente. Esta llevaba respeto y calma consigo, una voz casi divina.

—Reyna.—

Cuando Reyna se volteó sintió un vacío en su estómago y un sabor a metal en la boca. La mujer que estaba frente a ella lucía como podría lucir Reyna cuando tuviera treinta o cuarenta años. Sin duda alguna era una hermosa diosa. No poseía la belleza de Venus, pero su elegancia sin dudar era única.

Reyna dio un paso atrás, tomando a Hazel de la mano.

—Y usted es...—dijo Hazel.

La diosa sonrió y observó a Reyna, ya todas las dudas habían quedado aclaradas.

—Belona, la Diosa de la Guerra.— susurró Reyna.

Belona asintió.

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