Capítulo 4

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Era el cumpleaños número diez de Adrián, quien cumplía a finales de junio. Era poco mayor que yo por tan sólo tres meses. Habíamos pasado largas horas de nuestras tardes juntos haciendo planes sobre su cumpleaños. Era curioso que la mayoría de ideas que yo tenía para darle, él no las identificaba, pues no sabía lo que era un globo, pero conocía a la perfección su textura, o el sonido que provocaba al frotarlo con los dedos, tampoco sabía cómo lucía un pastel, pero por supuesto que recordaba el sabor dulce que tenía al probarlo.

Eran casi las cinco de la tarde, por lo que la pequeña fiesta de mi nuevo amigo estaba por comenzar. Estaba sentada en el banco del tocador viendo en el espejo cómo mi padre trataba de peinar mi larga cabellera castaña, tenía mis codos recargados en el tocador, desesperada porque mi padre terminara de peinarme. Veía la concentración, la delicadeza y el cuidado que había en cada uno de sus movimientos, cuidando a la perfección cada hebra de mi cabello. El cuarto estaba impregnado en olores de vainilla y chocolate que mi padre rociaba sobre mi cabello. Todas las tardes antes de ir a la escuela era lo mismo, aunque en aquellas tardes papá únicamente me hacía una coleta estirada, pero aquel día era un día especial, por lo que el peinado requería mayor tiempo y dedicación. Aun así, no dejaba de moverme impaciente.

—¿Ya? —dije viéndolo en el espejo con cara de cansancio.

—Ya casi. No te muevas.

—Es tarde, le prometí a Adrián que sería la primera en llegar.

—Debes de ir bonita, Annie. Ten paciencia.

—¿De qué sirve? —dije alzando los hombros—. Él no puede verme.

—¡Annie! —exclamó papá reprendiéndome.

—Es la verdad —mascullé sin darle más vueltas al asunto.

Finalmente, mi padre terminó su laborioso trabajo. Me miré en el espejo y sonreí. Me había hecho dos trenzas de cada lado de la cabeza. Las trenzas siempre le tomaban más tiempo a papá, pero lo hacía muy bien.

Estaba algo nerviosa, pues Adrián me había contado que irían viejas amistades de sus padres que tenían en la antigua ciudad en donde vivían. Papá me habló desde la planta baja para que saliera, así que tomé el regalo de mi amigo y salí de mi habitación. Al llegar, vi a unos cuantos niños correr por todas partes, me molesté conmigo misma por no haber sido la primera. Busqué con la mirada a Adrián hasta que lo encontré hablando con una niña de moño rosado con cabello rubio. Me acerqué un tanto tímida.

—Hola Adrián —saludé con timidez. Adrián inmediatamente reconoció mi voz y sonrió.

—Annie —dijo—. Qué bueno que viniste.

—No faltaría por nada —dije. Volteé a ver a la niña que se encontraba a lado de Adrián sorprendiéndome al ver sus potentes ojos azules, los cuales los identifiqué como un océano—. Hola, soy Annie.

La niña era bonita, pero poco agradable. Tenía una cara fina con piel de porcelana, cabellera rubia muy bien peinada, labios rosados y pequeños y aquellos ojos azules en los cuales podías perderte.

—Rachel —dijo al cabo de unos segundos sonriendo de lado.

—Ella es hija de unos amigos de mis padres —intervino Adrián. Abrí la boca curiosa—. Rachel, Annie es mi vecina y mejor amiga.

Lo miré inmediatamente mientras que de mis labios brotaba una sonrisa inocente. No tenía idea que Adrián me consideraba su mejor amiga. ¿Acaso era muy loco que alguien que apenas conocías se volviera tan rápidamente tu mejor amiga? Cuando éramos pequeños, el tiempo simplemente era cosa de poca importancia. Quise gritarle que también lo consideraba mi mejor amigo, pero mi mirada divagó hacia la expresión de Rachel, quien lo veía con las cejas sumidas en sus párpados.

—Adrián, debo decirte algo —dijo finalmente la rubia—. Pero no con ella estando aquí.

Adrián estaba a punto de decir algo cuando su madre interrumpió llamándolo para que pudiera partir el pastel y cantarle las mañanitas. La madre de Adrián nos repartió nuestras rebanadas y finalmente me acerqué a mi amigo para platicar con él. De repente, mi mirada buscó a Rachel entre la multitud de niños que corrían por todo el patio. La encontré en una esquina viéndome fijamente, pero al instante en que mis ojos se cruzaron con ella, ésta desapareció entre la aglomeración de personas en frente mío.

—Mamá dice que estudiaré en tu misma escuela —hablaba Adrián emocionado comiendo su rebanada de pastel de chocolate.

—¡¿De verdad?! —pregunté entusiasmada e incrédula—. ¿Podremos hacer las tareas juntos después de cada clase! Todos los días nos iremos juntos y regresaremos juntos y...

Mis palabras fueron paralizadas al sentir la viscosidad del chocolate caer sobre mi cabello. Miré al frente para ver quien había sido la causante de dicho "accidente". No encontré nada más que aquellos ojos fríos como el océano viéndome fijamente con aquella pizca de malicia que los caracterizaba.

Me abalancé inmediatamente hacia ella tirándola al piso, de repente sentí todas las miradas —excepto la de Adrián, claro— posarse encima mío. No hice nada más que jalarle su perfecta y peinada cabellera rubia, pero para mí eso era más que suficiente. A lo lejos escuchaba los gritos de las personas que terminaban perdiéndose entre los lloriqueos de la niña bonita, quien también jalaba de mi cabello con endeble. Sentí de repente unas manos tomarme de la cintura mientras que le gritaba todas las malas palabras que se me ocurrían, las cuales no pasaban de un "Eres una tonta" o un "¡Me la vas a pagar güerita!". Vi a sus padres correr rápidamente hacia ella que balbuceaba diciendo que yo le había pegado sin motivo alguno. Me miraban haciéndome sentir como una delincuente.

—Alicia, ¡¿cómo pudiste invitar a esta niña?! —gritaba exasperada la madre de Rachel, viéndome con los mismos ojos azules de su hija. La señora Alicia únicamente pedía disculpas a los invitados viéndonos a mí y a Rachel.

—¿Qué fue lo que sucedió, Annie? —dijo dirigiéndose a mí, lo cual me sorprendió por un instante.

—Rachel tiró su pastel encima mío.

—¿Estás segura que ella hizo eso? —Asentí convencida.

—¡Fue un accidente! —gritó la rubia.

—No es verdad, lo hizo a propósito —dije tratando de convencer a la mirada cálida como el café de la señora Alicia.

Ella me tomó de la mano y me llevó al interior de su casa hasta llegar a la cocina. Me sentó en uno de los bancos y comenzó a sacar algunas servilletas. Se aproximó a mí y me dijo guiñando un ojo: —Yo te creo.

Sentí que de repente todo se iluminaba. Alguien me creía, y era nadie más y nadie menos que la señora Alicia; la madre de mi mejor amigo. Sonreí y sentí mis mejillas enrojecerse, quizá porque por un momento imaginé que ella era mamá, y que estaba cuidando de mí como a una hija.

—He pillado muchas veces a Rachel mintiendo. Yo te creo, Annie —decía limpiando cuidadosamente el pastel que se encontraba en mi cabello.

—Gracias. —Fue lo único que pude decir imaginando por un momento más que ella era mamá. 

Por favor, no me olvidesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora