CAPITULO 25

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El colegio era un tormento ese día pero no para mí. Ese día comenzaban las inter clases y yo estaba en el equipo de ponche mientras Leidy había entrado al grupo de porristas.

El ponche es un juego muy divertido y sencillo que consiste en dividir la cancha en dos, una mitad para cada equipo. Se lanza una pelota pequeña para golpear suavemente a los miembros del equipo contrario, sin violencia porque no se trata de matarlos ni de sacarles los ojos. Cuando esto sucede, el jugador ponchado debe pasar a la parte de atrás del otro equipo y desde allí, en una zona limitada de la cancha, puede ayudar a su equipo a ponchar al contrario.

Recuerdo que Leidy me decía que en este juego era fácil llevar el puntaje: solamente se debía contar cuántas personas de un equipo estaban en la parte de atrás del otro equipo.

Para Leidy las inter clases eran un tormento porque terminaba con la garganta irritada por gritar al animar a su equipo, nuestro salón.

A las porristas no les daban uniforme pero ellas usaban el de educación física y un par de pompones que cada una hizo. Los de Leidy eran los más grandes y llamativos por ser quien dirigiera las porras aunque al principio no quisiera tal puesto (aún no sé cómo la convencieron las demás porristas).

Durante el partido contra el otro salón de octavo ocurrieron muchas cosas extrañas, como siempre. Cuando arrojábamos la pelota hacia el otro equipo, las jugadoras se confundían y se dejaban ponchar. Cuando la pelota era arrojada hacia nosotras, cambiaba de un modo muy extraño su rumbo.

La pelota venía hacia mí y no sabía a dónde correr porque me hallaba muy cerca del límite de la cancha y si me salía me podrían sancionar pero esa pelota loca misteriosamente cambió su dirección como si la estuvieran controlando. La recogí del suelo y la arrojé ponchando a una jugadora del otro equipo que ni siquiera se movió.

En el segundo tiempo me encerraron dos jugadoras del otro grupo de octavo, una de ellas era a quien había ponchado. Yo esquivaba esa pelota embrujada moviéndome de un lado a otro, agachándome, sacando ventaja de mi baja estatura. Una extraña fuerza me movió hacia atrás y evitó que me poncharan. La capitana de mi equipo, Johanna Gáfaro, salió de la nada, tomó la pelota y la arrojó ponchando a la última contrincante.

— ¿Sentiste lo mismo?—le preguntaba Johanna a Natalia Jaimes.

—Sí. Era como si una fuerza nos empujara para que no nos poncharan.

—Las del otro equipo también sintieron una fuerza que no las dejaba moverse—comentó otra compañera.

—Y la pelota parecía moverse sola, ¿no viste?

—Es cierto. Dios nos ayudó, ves que si uno pone fe en Dios, él nos ayuda.

—Estás exagerando.

—Pero es un milagro. Nosotras nunca habíamos ganado un solo partido.

Quise intervenir pero no sabía que decirles, por lo general yo no metía a Dios en nada ni me gustaba intervenir en conversaciones con tal tema, hasta parecía atea. Aun así, me quedaba la duda de si había sido obra divina o una travesura por parte del Diablo. Por eso, tan pronto mi cerebro colocó las palabras correctas en mi boca decidí hablar:

—Puede ser que en vez de Dios intervino el Diablo.

— ¿Por qué dices eso, Vanessa? ¿No tienes fe en Dios?

—Sí, tengo fe en Dios, pero el Diablo es un ser impredecible. Además, no tenemos pruebas de que haya sido Dios.

— ¿Leidy? ¿Estás bien? Leidy, responde, Leidy—gritaban las porristas quienes tenían a Leidy sentada en las gradas.

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