12. El monstruo del armario (b) no soy un ladrón

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—Soy David —se presentó, con toda la naturalidad del mundo, como si estuviera saludando a algún vecino—. ¿Cómo te llamas?

—¿Q-quién e-e-eres? —tartamudeó el niño antes de soltar un fuerte grito de terror.

—¡Tranquilo! —dijo David mientras mostraba las palmas de sus manos en señal de paz—. No te preocupes, ¡no soy malo!

—¿N-no e-eres un ladrón? —preguntó el niño.

—No. Como puedes ver, no traigo armas: nada extraño.

—¿Entonces quién eres? ¿Por qué te dejaron entrar mis padres?

Entonces, el niño creía que estaba despierto. En ese momento David no supo que decir salvo...

—No me vieron —dijo, pensando que no podía simplemente marcharse y dejar al niño a su suerte—. Soy un ángel y he venido a ayudarte.

—¿Un ángel? ¡Y crees que te voy a creer! ¡Pruébalo!

Desde luego... que se tratara de un niño no quería decir que fuera a creer cualquier tontería. Entonces, tras un largo suspiro, imaginó que unas largas y elegantes alas blancas brotaban de su espalda.

El niño ahogó un grito.

—¿Lo ves? No te mentía. Entonces, ¿cómo te llamas?

—Alejandro —respondió el niño, mirándolo con los ojos como platos.

—Vale —dijo David sonriendo—. Tengo una pregunta para ti... ¿por qué no te has levantado a cerrar la ventana?

—Es que... —empezó el niño y luego pareció avergonzarse de repente, pues bajó la vista hacia las cobijas—. Le tengo miedo a ese armario, a veces tengo la sensación de que hay algo allí y que si me levanto va a atacarme... sé que soy un tonto... Dios lo sabe...

—¿Eh? —balbuceó David y miro de reojo el armario otra vez: ¡claro que había algo ahí! ¿Acaso el niño estaba ciego? Y si así era... ¿era conveniente contarle la verdad?—. Claro, como tú digas, Dios lo sabe todo —comentó distraídamente, mientras pesaba sus opciones. Tardó en percatarse de que había contestado como un patán.

No era muy buena idea decirle al niño que realmente había un monstruo en su armario. David también solía ver ese polvo en el aire y en la infancia también solía temerle a armarios, objetos, paredes y puertas, y eso no sucedía únicamente estando dormido. Se preguntó si algunas de las veces que le había sucedido tal cosa en realidad percibía a los Somnostigios.

Reuniendo una porción razonable de su valentía, se acercó al armario e intentó abrir la puerta. Sin embargo, no pudo moverla en lo absoluto.

¿Por qué no podía moverla? David tuvo la respuesta casi instantáneamente.

"El verdadero problema era tu aceptación" dijo la voz de Filideus dentro de su cabeza.

Desde luego. Al igual que cuando él había estado atrapado en una ilusión del infierno, la única manera de deshacer el problema era si el niño dejaba de aceptar la situación. De no ser así, los Somnostigios seguirían allí alimentándose de él.

El niño temía al armario. Sin embargo, dentro del escenario dispuesto por los Somnostigios, el lugar al que se suponía que fuera no era el armario sino la ventana, que era la verdadera razón por la que no podía dormir.

¿Iba a decirle que se levantara y cerrara la ventana? No sabía qué tan fuerte fuera el Somnostigio que había encerrado en ese armario y no podía arriesgar al niño... ¿sería bueno decirle que estaba soñando? Quizás así se atrevería a levantarse más fácilmente. Sin embargo David no lo creyó, después de todo, no sabía si (al igual que a él cuando chico) le sucedía lo mismo estando despierto.

La otra opción era marcharse y dejarlo así, pero ni siquiera se atrevería a contemplar esa opción. No era un buen momento para cuestionarse el hecho de que no se suponía que estuviera ayudando a otra persona cuando él mismo estaba perdido y desorientado, y que si resultaba atrapado por los Somnostigios no viviría para contarlo.

—Ve a cerrar la ventana —le pidió David finalmente—. Si no la cierras, no podrás dormir.

—Tienes razón, pero me da mucho miedo.

—¿Qué es lo que temes que el armario te haga?

—Temo que... haya algo dentro de él, algo peligroso.

—Nada malo te va a pasar, estás con un ángel —afirmó David, sin creerse sus propias palabras. Pronto tendría que luchar; lucharía con todas sus fuerzas, pero eso no quería decir que ganaría. Quizás estaba causando la muerte de ambos.

El niño contempló el armario por varios segundos.

—Estoy cómodo aquí en mi cama, un poco de frío no es nada, ¡me gusta el frío! —dijo, y se arropó fuertemente con las cobijas dando la espalda a David.

—Hazlo —le pidió David nuevamente—. No puedes vivir teniendo miedo por el resto de tu vida.

—¿Por qué no puedo? —preguntó el niño, aún con la cabeza bajo las cobijas—. El mundo es un lugar temible y creo que, en el fondo, todos vivimos igualmente aterrados a cada segundo hasta el segundo de nuestra muerte.

David guardó silencio. ¿Qué acababa de decir ese niño? Era... ¿una horrible verdad o simplemente una excusa extrema? Pasaron varios segundos antes de que pudiera contestarle.

—No importa lo que la gente haga. ¿Tú quieres hacerlo?

—Sí.

—Entonces puedo irme y dejarte donde estás, pero ni siquiera sé si pueda volver aquí. Tal vez éste sea el único momento en que podré ayudarte... el único momento en que alguien vendrá ayudarte.

El niño se quedó quieto como una estatua.

—Tienes razón. No puedo dejar que te vayas —dijo el niño con ansiedad. Tardó un momento en quitarse las cobijas y revelar su rostro de nuevo. Aún lo dudaba—. ¿Cuidarás mi espalda, ángel?

—Lo haré —aseguró David.

El niño se levantó y caminó lentamente hacia la ventana. Las sombras reaccionaron ante su cercanía: delgados chorros de humo negro se deslizaron hacia afuera del armario, adoptando vagamente la forma de manos.

David imaginó que un largo y delgado hilo de su energía se aproximaba sigilosamente al armario y lo ataba como una cuerda, y luego imaginó que se transformaba en una cadena de acero, cerrando la puerta temporalmente y evitando que las sombras salieran de ahí.

El niño caminó lenta y nerviosamente, y cuando llegó a la ventana, tuvo miedo de tocarla.

—Hazlo —lo animó David.

Finalmente el niño cerró la ventana y regresó corriendo hacia él.

—¡Muchas gracias, ángel! —exclamó alegremente y lo abrazó.

David siguió concentrado en cerrar con fuerza el armario. Cuando el niño lo soltó, lo miró con mucha curiosidad y empezó:

—¿Dios te envió a ayudarme?

—¿Dios? —la pregunta lo tomó por sorpresa—. Desde luego, me envió a rescatarte.

—¿Cómo es el cielo?

—¿Eh?

—Sí, ¿cómo es el cielo? ¿Iré al cielo cuando muera?

—Creo... —empezó David pero no llegó a responder.

—¡BOOOOM!

Hubo una sonora explosión. Los eslabones de la cadena que David había imaginado salieron desperdigados por los aires junto a largas astillas de madera de lo que un segundo atrás era el armario. Enormes y macabras figuras se alzaban en la habitación, con rostros terribles y sedientos de sangre. El niño fue lanzado de regreso hacia su cama, rodando por el piso como un muñeco de trapo mientras David apretó los puños y resistió una terrible presión en el aire que amenazaba con derribarlo, con hacer que perdiera la consciencia de golpe.

Eran tres figuras: una enorme mole con gruesos brazos, una bestia que enseñaba largos colmillos amarillentos y algo humanoide, alto y largo, capaz de alcanzar el otro lado de la habitación con sólo estirar el brazo.

los oniromantes: el navegante de las pesadillas Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora