19. Interludio: una visión de otro mundo 4

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Ruth no pudo prestar atención al resto de la clase, pero tampoco volvió a dormir de nuevo. En realidad sentía que no había despertado realmente. ¿Qué había sido ese sueño? Su cerebro parecía haber adquirido nuevos sentidos, como si de un momento a otro estuviera utilizando una parte de él que nunca antes había utilizado y su percepción estuviera más afilada que de costumbre. Los ruidos le parecían más fuertes, también los olores y la presencia de las personas. Apenas terminó la clase, Ruth salió del salón y se dirigió al lavabo de chicas para echarse agua en la cara y los ojos. Todavía creía ver todo más verde y azul de lo normal, y estos colores por alguna razón la hacían creer que los rasgos de las personas eran más marcados, y también sus gestos, sus emociones.

Se lavó la cara con abundante agua helada y fue muy refrescante. Vaya que había tenido un sueño loco en clase. Tuvo muchos deseos de reír, allí sola, con la única compañía de su reflejo que la miraba desde el espejo. La verdad era que, desde el accidente de David, había estado muy nerviosa y agitada, y no podría decir que hubiera dormido bien una sola noche. Quizás ya estaba enloqueciendo.

Cuando terminó, decidió quitarse completamente el maquillaje antes de salir. Entonces se percató de algo muy curioso, que no tenía sentido.

Su corazón estaba lleno de lágrimas cálidas. Sentía ahora mismo aquella calidez que llenaba su pecho cuando estaba junto a él. Sentía su olor dentro de ella, sentía que estaba impregnada de él. Cuando miró su reflejo en el espejo, creyó verlo allí de pie justo donde estaba ella; creía ver sus ojos grises si miraba al fondo de sus propios ojos azules. No tenía sentido, pero era como si su energía hubiera llegado de alguna manera hasta ella. Quizás David hubiera pensado en ella en ese momento, donde fuera que estuviera su mente. Tal vez por eso había tenido aquel sueño.

Respiró profundo, salió del lavabo y se dirigió a la cafetería para almorzar con Pablo. Decidió que aquella tarde visitaría a David en el hospital y le contaría lo que había intentado contarle a Pablo hace rato. Necesitaba desahogarse y, así él no pudiera escucharla, necesitaba sacarlo de su pecho.

Quizás también le llevaría su regalo de cumpleaños.

Mientras tanto, David miraba fijamente hacia el altísimo cielorraso del elegante ático de la elegante mujer pelirroja que contemplaba a su salvador con una mezcla de admiración y curiosidad.

El hexágono de madera yacía en el suelo, partido desagradablemente por la mitad. La habitación se llenaba lentamente de vida, aire nuevo y color.

—¿Te pasa algo? Te quedaste distraído de repente —preguntó la mujer mientras se frotaba las muñecas lastimadas por las ataduras de tela que ahora descansaban sobre el hexágono, rasgadas en tiras.

David arrugó el entrecejo.

—No sé, es que... —David se interrumpió y negó con la cabeza.

Caminó unos pasos por el lugar, atontado. Ese olor... era el olor de Ruth; justo ahora lo sentía a su alrededor, como si ella hubiera estado aquí, justo ahora. Su corazón latía más rápido, su pecho estaba lleno de aquella alegría helada y ondeante, fresca como el frío de una noche, plateada como la luz de la luna, tranquila y revitalizante como agua: justo como cuando estaba con Ruth.

Miró a la pelirroja. ¿Usaban el mismo perfume?

No. No era eso. Ese aroma no provenía de ella, provenía de él mismo. Estaba en su propia piel, aún por debajo de ella; estaba impregnado en todo su ser. David miró sus propias manos, estiró sus dedos, cerró sus puños, las abrió de nuevo. Estaba seguro de que era ella: la esencia de Ruth lo había alcanzado.

Quizás ella hubiera pensado en él justo ahora. David no pudo evitar que una amplia sonrisa se le escapara. Sonrió como un niño.

Después respiró profundo y se volvió hacia la pelirroja.

—Creo que alguien importante para mí acaba de recordarme.

La mujer le devolvió la sonrisa.

El aspecto paliducho de la mujer también había cambiado. Estaba sonrosada y sonriente, llena de un encanto travieso, dulce, casi infantil. Parecía suspicaz; abrió la boca para preguntar algo, pero entonces...

¡BIP! ¡BIP!

Dos pitidos resonaron en todas partes con un desagradable estruendo. David saltó en su lugar y estuvo a punto de caer al suelo. Estaba seguro de que el suelo se había movido. La pelirroja, en cambio, no parecía sorprendida en absoluto. Miraba hacia arriba con aire de reproche.

—¿Sabes qué fue eso? —preguntó David.

—Suena como mi reloj despertador —dijo ella con un suspiro—. Supongo que es hora de levantarme. Hoy tengo un viaje de negocios y debo estar en el aeropuerto a las cuatro de la mañana. Por favor, dime que volverás a visitarme de nuevo en sueños.

—Desde luego. Me encantaría tener a alguien a quién visitar —respondió él, con toda franqueza.

¡BIP! ¡BIP!

David estuvo seguro de que la casa se había movido de lado a lado. Esta vez el estruendo no cesó, sino que un molesto sonido vibrante se quedó flotando en el aire de la casa.

—Tendré té y pastelillos. Te lo prometo —gritó por encima del ruido, guiñando un ojo.

—Muchas gracias —respondió él, dubitativo.

¡BIP! ¡BIP!

Hubo un flash.

La luz y el sonido desaparecieron instantáneamente. David se sobresaltó: había quedado completamente a oscuras.

—¿Qué sucede?

Nadie respondió.

—¿Hola?

La pelirroja ya no estaba ahí. Ahora estaba completamente solo.

El techo se iluminó y proyectó una pequeña alcoba a oscuras.

La pelirroja saltó en la cama y estiró perezosamente el brazo para presionar el botón de un pequeño reloj azul adornado con delfines que pitaba mucho más rápido de lo que David lo había escuchado pitar hace unos momentos. La chica se levantaba despeinada y se tambaleaba hasta su armario, dispuesta a ponerse una bata verde antes de caminar hasta el baño, donde se quedó mirando su reflejo por un largo rato, con una mezcla de extrañeza y desconcierto.

David bajó la mirada. No podía ver absolutamente nada. Todo estaba oscuro, iluminado únicamente por la pálida luz azul de la pantalla en la que se había convertido el techo.

Rayos. Llegar hasta el primer piso y salir sería algo muy, muy complicado. Pensó en Filideus. Seguramente él con sus ojos de fuego no tenía problemas con ver en la oscuridad.




Próximo capítulo: 20. El ladrón de las llaves de la mente

los oniromantes: el navegante de las pesadillas Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora