21. La metrópoli del mar muerto (c) almas desafortunadas

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David cayó sobre una roca.

Arriba, a kilómetros de distancia en vertical, se vislumbraba el cielo: era color rojo sangre y sus nubes color verde pálido parecían cargadas de veneno y relámpagos que amenazaban con escapar. ¿Cuánto había caído? ¿Dónde estaba? ¿Era otra dimensión? No hubiera podido saberlo. Estaba adolorido y mareado, y cuando contempló el panorama a su alrededor estuvo a punto de vomitar.

Era un río sin fin de aguas negras de aspecto corrosivo, podridas, burbujeantes. Había casas enteras flotando sin vida en los alrededores, pero lo más aterrador era que había personas flotando sobre gigantescas manos grisáceas que hacían una macabra parodia de botes.

Había un mensaje escrito en el techo, en letras doradas de proporciones ridículas:

"In finem saeculi, manus descendit"

No supo por qué, pero tras un leve escalofrío, comprendió lo que el mensaje del cielo decía: "al final de los tiempos, las manos descenderán". Lucía tan natural como un mensaje de "fuera de servicio" en la puerta de un lavabo averiado.

La atmosfera del lugar estaba cargada de algo que David no podía interpretar: era incorrecto, decadente, como lo que hubiera sentido al entrar a un lugar donde se hubiera cometido un asesinato brutal o un rito de magia negra. Su cuerpo temblaba, como si estuviera suplicándole que lo sacara de allí, como si intentara advertirle que ese terrible lugar no era una broma, que era una abominación ante Dios y el hombre. Entonces, David encontró un motivo mucho más palpable para estremecerse.

Una horda de demonios avanzaba levitando hacia alguna parte. No eran como los Somnostigios: eran viscerales y horribles.

Sus rostros eran indescriptibles... y sus ojos eran cuencas vacías. Sus cuerpos eran humanoides pero portaban deformaciones o mutaciones y volaban gracias a esqueléticas alas que brotaban de sus espaldas. Algunos portaban armas burdas que parecían ser capaces de despedazar horriblemente a cualquiera que se atreviera a poner sus ojos en ellas.

David cerró los ojos, infantilmente como un niño que cierra los ojos creyendo que así nadie va a poder verlo; quizás funcionó, pues los demonios pasaron de largo.

Las personas que dormían sobre las enormes manos flotantes tenían un aspecto peculiar y a la vez perturbador. Sus rostros lucían tranquilos y cómodos, soñadores y casi sonrientes; y a la vez insignificantes y destruidos, como sumidos en el efecto de una droga muy poderosa que los reducía a su más mínima expresión. Sus ojos derramaban lágrimas de sangre, seca y podrida.

Los rostros estaban demacrados y David sentía un deseo incontrolable de llorar por sus pobres almas: ¿qué les había pasado? Su corazón se contraía de pena de tan solo mirar a esos desdichados seres... eran humanos después de todo, así hubieran cometido los pecados más abominables. Quería llorar y al mismo tiempo vomitar.

Los demonios parecieron percibir los sentimientos de su corazón destrozado, pues incontables ojos se fijaron en él y su cuerpo se estremeció como si hubiera sido alcanzado por un millar de pequeñas balas.

Huyó. Necesitaba alejarse de tantas y tan terribles miradas.

Saltó y usó su mente para descender en picado en una diminuta isla flotante que había a varios metros de distancia, y corrió. Los demonios apenas lo seguían con la mirada, perezosos, como si supieran que no tenía sentido intentar escapar, que su destino ya había sido sellado. Estaba angustiado. No quería perderse a sí mismo, y creía que entre más tiempo estuviera ahí, más difuso se haría.

Todo lo que veía a su alrededor eran casas deterioradas, podridas, hundidas y deshechas, al lado de personas inertes, moribundas, encarceladas en un trance sin posibilidad de salir de ahí. Almas humanas, miles de almas.

A lo lejos, a kilómetros de distancia, se vislumbraba la sombra de una construcción titánica. Era una torre que estaba de cabeza, naciendo en las nubes y descendiendo hasta sumergirse en las profundidades del agua. David se detuvo.

Aquel edificio tenía un aire antiguo, milenario, como si hubiera estado ahí, en ese lugar, incluso antes del nacimiento de este mundo, si es que eso era posible. Sentía como si el simple hecho de acercarse allí fuera un pecado mortal, y al mismo tiempo, una oscuridad siniestra, más temible que la misma muerte fuera parte de su atmosfera y de todo lo que rodeaba aquel lugar.

David no siguió avanzando. No se acercaría a ese lugar por ningún motivo.

Se detuvo y miró hacia arriba, hacia lo profundo del cielo y las nubes, pensando en cómo saldría de allí y volvería a la Metrópolis. Tampoco se atrevería a acercarse a las nubes de gas verde, o a las violentas tormentas que se estaban llevando a cabo allá arriba y que también portaban un aire despiadado y bélico, como si cada una fuera la sombra de una guerra en la que ejércitos de miles de personas colisionaban simplemente para fallecer.

¿Qué tan lejos estaba el cielo? ¿Qué tan grandes eran aquellas nubes de tormenta? Necesitaba pensar en algo. No podía seguir ahí más tiempo. Sentía el peligro en el aire y necesitaba escapar de esa torre inmisericorde y terrible.

No tenía idea de que el peligro estaba justo a su lado, mirándolo fijamente y a punto de iniciar una conversación:

—Seguramente te preguntas qué es ese terrible edificio. ¿Una prisión masiva? ¿Una juzgado penal? ¿Un campo de concentración donde se aplican las más abominables torturas y vejaciones a los seres humanos? Estás cerca, pero no. Ese lugar es la Torre del Registro. En esa torre hay incontables, más bien infinitas salas donde se guarda archivo de las acciones de cada ser humano viviente. Cada pecado, cada obra violenta o despiadada se escribe allí, incluso antes de que suceda. Los demonios habitan el lugar desde hace milenios.

Un frío recorrió la espalda de David y avanzó por todos sus huesos hasta alcanzar su cerebro y hacerlo temblar. Había un niño allí de pie, a pocos metros de él. ¿Había aparecido de repente o simplemente no lo había visto?

Era un niño muy, muy pálido y de aspecto enfermizo. Su cabello negro estaba peinado con una rectísima carrera por la mitad y estaba vestido con un pijama gris. Era diferente a cualquier persona que David hubiera visto antes en ese mundo: parecía estar completamente despierto; mucho más despierto de lo que él mismo estaba.

A diferencia del propio David, él no estaba muerto de miedo.

—¿Te preguntas dónde estamos? —continuó el niño—. Este lugar se conoce como la Metrópoli del Mar Muerto. Es la ciudad de los caídos. Cada vez que un ser humano sucumbe al odio, la lujuria o cualquiera de sus instintos más animales o plásticos, los grifos que contienen la energía de la casa se abren y crean un túnel que conduce hacia este lugar. Aquí habitan todos aquellos que se perdieron en sus deseos... ¡pobres almas desafortunadas!

¿Esohabía sido lástima o sorna?

los oniromantes: el navegante de las pesadillas Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora