16. ¿Por qué no? (a) recuerdos enterrados

20 7 0
                                    


Los disparos de David causaban un escándalo insoportable. Empezaba a percibir el cansancio de disparar tantas veces consecutivas. Se sintió molesto con él mismo, pues la sombra no parecía haberse debilitado ni siquiera un poco.

—¡DETÉN ESTE ESCÁNDALO! —rugió el prisionero con voz ahogada.

Un chorro de relámpagos salió disparado hacia David. Este saltó hacia su costado para evadirlo, gateó por el suelo e imaginó que su energía se convertía en una burbuja protectora que aparecía a su alrededor, justo en el momento en que se ponía en pié y corría desesperadamente para evitar el segundo y el tercer ataque.

Los rayos volaban hacia él incansablemente. No podía correr lo suficientemente rápido, pero el hecho de que el dueño de la casa estuviera tan despierto, así fuera solo para atacarlo, era una buena señal, (o al menos eso creía).

Un rayo lo alcanzó y la burbuja recibió el impacto, pero un segundo golpe hizo que un gran trozo de ella se rompiera. El siguiente rayo lo alcanzaría.

Entonces David comprendió que no podía seguir huyendo, giró sobre sus talones, y absorbió nuevamente la energía de la burbuja; luego imaginó que su cuerpo era de piedra y se dirigió hacia el dueño de la casa y la sombra.

Los rayos lo golpearon de lleno, pero se concentró en que su cuerpo resistiera. Entonces notó algo: cada vez que un rayo lo golpeaba, una voz proveniente de alguna parte murmuraba algo. David no prestó atención, pero cuando saltó hacia la esfera de greda para cortarla con su espada, se sintió desagradablemente pesado.

Pudo levitar, pero le pareció que su cuerpo pesaba tanto como un costal de papas. ¿Era porque estaba hecho de piedra? No... era magia... eran los rayos que lo habían golpeado. No habían conseguido hacerle daño físico, pero había algo en él que no estaba funcionando bien. ¿Qué era?

Las siluetas etéreas de diversas personas aparecieron frente a él. Sus rostros estaban llenos de malicia.

—Amárrate los zapatos, hijo —decía su madre, como solía hacerlo delante de sus amigos y era muy vergonzoso. ¿Por qué aparecía en un momento como ese? ¿Qué sentido tenía eso?

—¡No es buen momento, mamá! —saltó David, antes de percatarse de que ella ni siquiera lo miraba.

—Medio curso ya tiene novia —decía Felipe, un compañero del colegio cuando estaban en noveno.

—¡Patea el balón! ¡Patéalo! —le decía su padre, como cuando tenía nueve años y demostraba ampliamente su pésima motricidad.

—¿Abandonar a Laura? —decía Fabián, un compañero de clases—. ¡Tú tienes que ser gay!

—Tú sí que te pasas —decía Felipe con la voz cargada de veneno—. Con lo buena que está Ruth y no lo intentas.

—¿Dónde está su tema? —le preguntaba la profesora de Ciencias Sociales de quinto de primaria. Era el recuerdo de un día en que había una exposición por temas y David había llevado el mismo tema de otro compañero porque había entendido mal cuando se los habían asignado. Lo recordaba bien, se había sentido como un completo imbécil.

—¡Niño llorón! —le decía una compañera de tercero de primaria, como aquel día en que se había tropezado jugando ponchados y su rodilla había caído dolorosamente sobre una maceta de barro. Se le habían enterrado pedazos— ¡Los niños no lloran!

David se quedó completamente paralizado en el aire. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué sus recuerdos estaban allí?

David era llegó a una conclusión más o menos aceptable en los pocos segundos de los que dispuso.

Si esa mujer demonio se había apoderado del otro muchacho usando sus inseguridades, lo más lógico era que también intentara derrotar a David usando el mismo truco.

Si así era, no podía darse el lujo de sentir dicha debilidad, y tenía que ser tan fuerte como pudiera ante sus viejos recuerdos humillantes, así que simplemente se limitó a responder lo que cada uno le decía:

—Mamá, gracias por tu preocupación —empezó—. Felipe, yo no soy el resto del curso, ¿vale? y papá, seguro que algún día te haré sentir orgulloso —prosiguió—. Fabián, si te gusta tanto te daré su número y su sabor de pastel favorito —sentía cierto descanso al responder—. Felipe, te dije que Ruth te rechazaría, y ¿sabes? Ya que nadie más me oirá lo admitiré en ese sitio infernal: está buena, sí, muy, muy buena y además la amo, ¿me oyes? —miró fijamente a su profesora, que era claramente su peor recuerdo—. Discúlpeme por eso, no escuché bien lo que tenía que hacer. Y tú... niña cuyo nombre no recuerdo porque no fue trascendente en mi vida: si los niños no lloráramos no tendríamos lágrimas.

Todas las siluetas desaparecían tan pronto recibían respuestas simples y carentes de odio o dolor, frustradas, decepcionadas de David, que sintió un alivio inmenso. Era como deshacerse de una maleta muy pesada.

Lo más extraño de todo era que esas situaciones parecían demasiado tontas o demasiado comunes una vez aparecían frente a él, ahora que la mujer las convocaba ante su yo actual. Eran tonterías, pero sabía que aún olvidadas, pesaban como rocas dentro de su ser.

David se encontró nuevamente frente a la esfera de greda y dejó que su espada descendiera ferozmente, mientras los relámpagos chocaban contra su pecho y resbalaban hacia todas partes.

—¡Suéltalo ya! —ordenó David ferozmente mientras su espada cortaba la greda como un cuchillo corta un trozo de queso. La greda reaccionó ante su grito y salió disparada hacia un lado y tomó nuevamente la forma de la mujer.

David apuntó a la mujer con la palma de su mano, pero el tipo se interpuso. Su mirada estaba perdida, no sabía lo que hacía.

—susurró el dueño de la casa, y el susurro se convirtió en un áspero rugido.

Entonces David, sin pensarlo dos veces, le propinó un fuerte puñetazo en el estómago.

los oniromantes: el navegante de las pesadillas Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora