22. Yo estoy contigo (b) no sobrevivirás

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El buitre se alejó tal y como se había acercado, con el tambaleo de un borracho, mientras que David se levantaba del suelo, decidido a luchar por su vida por imposible que pareciera.

La forma de su temible atacante retornaba a ser la de un niño de diez años, débil y descalzo.

—No puedo hacer que mueras con mi poder divino. Ni siquiera siendo humano puedo pasar por encima de la voluntad de otro ser humano que desea tan fervientemente que sigas con vida. Entonces así funciona esto... —murmuró para sí—. Parece que si quiero que mueras tendré que asesinarte como lo haría cualquier criatura viviente. Qué deprimente.

David apretó los puños. Repasasó rápidamente todo lo que haría con su energía apenas iniciara esta lucha. Así hubiera sido solo una vez, escuchar la voz de Ruth lo había llenado de vitalidad y deseo de vivir; de sobrevivir esta noche para poder despertar algún día y volver a mirar ese rostro que tanto amaba.

—Como sea. Sigo siendo mucho más poderoso que tú, al menos en este mundo —dijo en tono monótono—. No hay opción, tendré que ensuciarme las manos —se quejó, y saltó sobre David de la misma manera que lo habría hecho un buitre.

David empujó con la mano, listo para manipular su energía, pero en vez de eso, la palma de su mano golpeó algo que era sólido como cristal: era el aura de luz que había aparecido a su alrededor antes de que cayera por el túnel que lo había conducido a este mundo.

Algo inesperado sucedió. El aura cobró un resplandor dorado y explotó en un óvalo cristalino que se extendió como enormes alas de luz. Iluminaron todo el lugar llenándolo de vida y existencia, en oposición a la muerte y el vacío anteriores.

El niño salió disparado hacia lo lejos mientras la luz refulgía y cambiaba de forma hasta convertirse en una esfera de cristal dorado. David recuperó el color que se había marchado de su piel y el aire que había escapado de su sangre. Se escuchó un cantarín chillido que resonó como las campanas de la catedral más alta.

—¡Koru! —exclamó David.

Esa era su presencia, estaba seguro, ¿había estado con él todo este tiempo?

El niño rodó por el suelo, frenó en cuatro patas como una bestia y rugió con furia. El agua bajo el pequeño continente de piedra se estremeció.

—¡¿Qué está ÉL haciendo aquí?! ¡¿Cómo pudo llegar hasta este lugar?! —Su boca, nariz y ojos emanaban humo negro.

David miraba hacia todas partes. Aún no lograba entenderlo, ¿de dónde provenía este espíritu magnífico? Pero entonces notó que su mano temblaba. ¿Por qué justo su mano derecha? ¿Por qué la punta de sus dedos?

Entonces cayó en cuenta de lo que pasaba y quiso reír.

El niño rugió de nuevo. Su figura humana se abrió como si un cuchillo invisible le hubiera rebanado el pecho y el vientre.

Una incontenible masa de sombra viviente salía de él, como una explosión atómica que desataba un gigantesco y creciente hongo de polvo y escombros. David corrió a toda velocidad de regreso por el mismo camino que había recorrido para llegar hasta aquí. Los demonios también huían, se dispersaban como una parvada de cuervos en un árbol, huyendo de un ruido estruendoso.

Las sombras lo alcanzaban, y relamían la esfera de cristal con odio, luchando encarnizadamente por destruirla.

—¡ESA LUZ NO TIENE LUGAR AQUÍ! —Rugía la voz del buitre, amenazador, desde algún lugar y al mismo tiempo desde todas partes—. ¡NO SOBREVIVIRÁS ESTA NOCHE!

los oniromantes: el navegante de las pesadillas Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora