14. Soledad

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Soledad eterna... eso era lo que le esperaba.

Lloraba como un niño pequeño sentado en la silla de la plazoleta de la Metrópolis. No le importaba que lo vieran, no le importaba morir: ¡no le importaba nada más!

Era la segunda familia que perdía por su estupidez. En ese momento deseaba morir realmente. Sin embargo estaba preso y encadenado a un mundo en el cual debía permanecer en una existencia eterna y continua.

Como no podía simplemente irse a dormir, tendría que soportar el duro peso de existir; tendría que soportar el horror de pensar en lo sucedido, de ser consciente de las cosas.

Por primera vez se percató de lo importante que era el sueño en su mundo; permitía huir de la horrible realidad durante un breve periodo de tiempo, esconderse de cada flagelo y del verdugo que cada persona podría llegar a representar para sí misma.

¿Por qué en ese momento no podían aparecer los Somnostigios? Al menos pelear y perder lo haría entretenerse y desconectarse del peso de su propia culpa por un rato.

Brevemente, miró hacia arriba creyendo que alguien lo estaba mirando, pero solo vio el cielo colorido pero triste y sombrío de la Metrópolis.

Las lágrimas seguían cayendo por su rostro.

Llorar ya no era suficiente, tenía la boca demasiado seca como para gritar, estaba demasiado desanimado como para golpear cosas: ¡solo quería morir!

Había perdido a su familia terrenal por un impulso absurdo y acababa de perder a sus amigos de este mundo por otro impulso aún más absurdo... impulso... siempre era eso...

Las luces de las casas que había alrededor de la plaza estaban apagadas, eso indicaba que ya era de día, lo que significaba que estaba más que solo. ¿En qué momento había terminado allí? ¿En qué momento había enloquecido? Extrañaba tanto a sus amigos: Pablo, Ruth... y también a Lori, a Filideus...

Había un silencio imperturbable en la ciudad, un silencio que casi lastimaba los oídos de David. Necesitaba ruido, necesitaba romper ese silencio así los Somnostigios lo buscaran.

Gritó tan fuerte que creyó que su garganta iba a romperse y a dejar su cabeza colgando. Pero aquel grito de dolor solo rompió el silencio brevemente, pues el silencio, ofendido, desplegó su poder con el doble de intensidad.

David no quería sentir ni pensar, pero sus emociones eran más fuertes que nunca. Odiaba estar allí, pero parecía que iba a estar solo para siempre, así que lo mejor sería acostumbrarse.

Recordaba con aterradora nostalgia la sonrisa de Filideus y su buen humor y gentileza para todo, la alegría de Lori a la hora de planear juegos, la actitud cómplice de Koru cuando estaban todos juntos, y sus silbidos que tanto lo reanimaban.

Recordaba a sus padres, a sus hermanos y a sus amigos; pero los recordaba como si hubieran pasado siglos desde la última vez que los había visto; con un anhelo que superaba cualquier limite.

La risa de Pablo, la actitud altiva de Ruth... muchas imágenes pasaban por su cabeza y acentuaban las lágrimas que caían por su rostro. Imágenes de lo que hubiera podido vivir si no hubiera sucedido nada de esto.

Pensaba en su fiesta de graduación del colegio, en todos sus compañeros y compañeras, en el traje que hubiera usado, la toga y el birrete, y aquella persona que resaltaba entre la multitud: Ruth, sonriendo desde algún lugar y creando con su mirada un espacio invisible en el que solo existían ellos dos.

Nuevamente, David creyó que alguien lo miraba, esta vez desde la derecha, pero cuando volvió a ver, solo vio los ladrillos de piedra que formaban el suelo de la solitaria plaza que lucía similar a la de un pueblo colonial.

Lo descartó, creyendo que había sido su imaginación.

No podía parar de pensar: faltaba un mes para navidad más o menos. Probablemente todos estarían haciendo planes navideños, quizás planear la cena tradicional en familia. Estarían armando el árbol de navidad que aunque cada año se armaba más temprano, en el barrio nunca habían dejado de armarlo los veinticuatros de noviembre.

¿Quizás Koru, Filideus y Lori celebraban la navidad? Nunca se le había ocurrido preguntárselo. Se imaginó por un momento a Filideus con su cabello plateado, vestido de Papá Noel y contuvo una sonrisa, una sonrisa que se esfumó en cuanto se encontró de nuevo con la fría y vacía plazoleta en la que estaba sentado.

Pensó seriamente en ir a la Casa de Gart una vez más, volar rápidamente hacia la puerta y disparar; quizá Filideus lo escucharía y lograría detener la agonía incesante de aquellos intensos haces de luz. Pero no era tan tonto para intentarlo: sabía que la última vez había escapado por los pelos y que moriría si lo intentaba de nuevo antes de siquiera llegar a la puerta.

Todo era por ser tan impulsivo... impulsivo... impulso... o... no; aún había otra pregunta importante que hacerse.

¿Qué diablos había hecho ese demonio o ángel de porquería para dejar ese lugar así? ¿Qué eran esas palabras en latín que había pronunciado?

Había empezado por decir yo acuso. ¿Qué significado especial tenía eso? Quizás era una simple casualidad de un embrujo mal hecho. Casualidad o no casualidad. ¿Qué importaba? Ahora se encontraba solo y sin ningún apoyo o alivio.

Por un momento, David creyó que alguien lo miraba desde atrás pero cuando volvió a mirar no vio a nadie. Pensó que quizás deseaba que hubiera alguien mirándolo y que su mente le jugaba trucos para disuadirlo de la idea de que estaba solo.

Pasó casi todo el día dando vueltas por la Metrópolis, caminando y tratando de no pensar... pero no tuvo éxito en ello. Ante el silencio sepulcral de la ciudad, no podría dominar sus pensamientos.

Después de un buen rato, escuchó un sonido proveniente de una de las casas de dos cuadras más allá de la cuadra por la que caminaba. El sonido vino con una sensación: era el miedo y el dolor de alguien.

Muy bien.

Estaba solo y desdichado pero sabía que los seres humanos habían perdido el derecho a soñar y que eran atormentados por demonios terribles que buscaban extraer su miedo y dolor. En ese instante una casa cercana estaba siendo atacada, y un humano estaba siendo atormentado y solo había un criatura en el mundo que podía hacer algo al respecto: él.

¿Debía ayudar a esa persona? ¿Jugaría al héroe una vez más?

Quizás no debería, pero simplemente no podía darle la espalda a esa persona (aunque jamás lo hubiera conocido). Se quedó allí, congelado, pensándolo por un largo rato. Él era tan solo un muchacho... quizás no pudiera hacer nada realmente, pero no podría simplemente apartarse.

Había estado demasiado inmerso en su propia soledad, y todavía lo estaba, pero en ese momento había algo más importante que sus propias lamentaciones: tenía la oportunidad de salvar a un ser humano; quizás la vida de este ser humano pudiera ser mejor después de eso.

Con paso decidido acudió al llamado.    


Nota del autor:

En el próximo capítulo te prometo que verás la versión literaria de un demonio que ya conoces.

Un abrazo :)

Próximo capítulo: 15. No me mires

los oniromantes: el navegante de las pesadillas Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora