4. Filideus (llegada)

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"También llamado el Colmillo Plateado. El Rey Solitario. El León Dorado. La navaja sangrienta.

El lobo blanco que corre velozmente a través del silencio y cuyos colmillos atraviesan como un destello a los demonios en mitad de las noches de luna llena.

El rey que abandonó su trono y partió a la guerra para rescatar a su sobrino de manos enemigas, murió en el intento y su fantasma deambula por los corredores del reino.

El león dorado que regresó la vida a la tierra congelada. El caballero cubierto de sangre cuya espada está más allá de la vida y la muerte.

Cuatro leyendas clásicas de la Metrópolis. Cuatro leyendas de diferentes tiempos y lugares, pero que hablan de sólo un personaje."

(Esto es lo que dice en la primera página de un viejo libro de la Metrópolis)

El viento chocaba contra el rostro de David, que se encontraba volando a una velocidad que hubiera sido mortalmente peligrosa si hubiera estado en el mundo, pero que allí no significaba mucho, al fin y al cabo, si volvía a tropezar o caía, imaginaría un colchón colocado en el lugar donde fuera a caer antes de triturarse los sesos contra el pavimento.

La sensación de vértigo extremo que producía el volar hubiera sido grandiosa si David hubiera estado al menos un poco menos intimidado; no tenía idea de dónde se encontraba, del porqué se encontraba allí o por qué todo lo que imaginaba se hacía real. Y más allá de todo estaba ese cielo... magno, majestuoso y terrible, inmenso e inconmensurable como el cosmos, capaz de envolver la existencia misma y absorberla... y ese algo maligno frío y déspota que parecía cubrirlo como una capa de film transparente que encarcelaba a todos aquellos que estuvieran debajo.

¿Hacia dónde se dirigía David? Se suponía que estaba persiguiendo al hombre de cabello plateado y la gran ave. Desde luego, ellos eran algo mejor que el infierno, pero... esto no lo hacía sentir menos loco que el hecho de estar en el infierno. David suspiró. Esa era exactamente la historia de su vida: sentirse como un loco, no un loco-cool, no un loco-rock-n'-roll, sino un enfermo mental auténtico, uno no diagnosticado.

También se sentía observado. ¿Quién podría observarlo en ese momento? ¿Era que la ciudad, el suelo y las casas tenían ojos capaces de mirarlo y burlarse cada vez que se caía? ¿Por qué creía que alguien lo observaba?

Desde la altura en la que David se encontraba, podía contemplar enormes nubarrones de colores brillantes deformándose y convirtiéndose en rostros con malévolas sonrisas. ¿Tales ojos eran los que lo observaban? ¡Vamos! ¡Ni siquiera la muerte lo había hecho menos paranoico!

Además estaba la altura. Tan sólo mirar hacia abajo tenía como consecuencia instantánea una sensación de vértigo tan fuerte que, a causa del inevitable pensamiento de él mismo cayendo, David salía disparado hacia abajo para terminar chocando contra el techo de una casa, donde la barrera de relámpagos aparecería y lo dispararía de regreso por los aires.

Para controlar esto, David tuvo que aprender a imaginar rápidamente impresionantes maniobras aéreas para evitar los techos, las barreras y los golpes.

Eventualmente, David pudo vislumbrar el final de la ciudad a lo lejos, donde había una gigantesca montaña; sobre un impresionante risco que estaba cerca de la cima había una casita que le recordaba vagamente a la casa de chocolate y jengibre de Hansel y Gretel.

Con una facilidad increíble (increíble para él mismo), se detuvo y aterrizó suavemente sobre un mirador plano y rocoso, a unos metros de la entrada de la casa, a cuyos lados había dos torres de ladrillo blanco que portaban rubíes gigantescos sobre ellas, como si fueran chispeantes ojos de fuego.

Caminó despacio pero con decisión durante los pocos metros que lo separaban de la puerta de la casa. Repentinamente, una voz habló desde algún lugar y lo sobresaltó. Unos ojos color fuego, chispeantes como dos soles miraron al muchacho desde la entrada, donde una centésima de segundo antes no había nadie.

—Bienvenido, te estaba esperando —saludó el hombre de cabello largo y plateado que David había visto; su cuerpo no aparentaba más de treinta o cuarenta años, pero su espíritu... había algo en él que hacía pensar que no era humano, que tal vez tenía mil o diez mil años.

—Hola... —respondió David con cierto nivel de timidez que desapareció súbitamente al mirar a los ojos a su interlocutor. Sus ojos le producían una confianza indescriptible, como si se tratara de un viejo amigo al que no veía desde hace tiempo—. Ya nos habíamos visto hace un rato, ¿verdad? Pensé que me podrías ayudar, no sé si me he vuelto loco pero... primero se estrelló el auto en el que me dirigía a casa, luego aparecí en un hospital, luego en ¿el infierno? Y por último termine aquí donde todo lo que imagino se hace realidad, ¿Sabes que está sucediéndome?

—Sí, lo sé. Puedo ayudarte más de lo que te imaginas —respondió con una radiante sonrisa—; pero primero entremos a la Casa de Gart donde ellos no puedan oír lo que tienes que oír.

—Vale —asintió el chico mientras lo seguía por el sendero hasta la puerta de la casa preguntándose quién no debía oír qué.

Recorrió el lugar con la mirada. Una buena porción de miedo se filtró en él. Vaya que era una montaña alta... ¿quién podría vivir en un lugar así? ¿Qué era ese mundo de cualquier forma? ¿Qué clase de seres se suponía que vivieran ahí? ¿Era seguro entrar?

Pero, con muchas menos reservas de las que hubiera esperado tener, David siguió al hombre hacia la casa con paso decidido: por alguna razón confiaba en él. Ni siquiera sabía si se llamaba Gart, como había escuchado que se llamaba el propietario de esa casa. Aun así el hombre que estaba frente a él le era tan familiar como Mateo, Ruth o cualquiera de sus seres más cercanos y apreciados.

No podía explicarlo con palabras. Había algo en esa persona, algo que estaba más allá de lo que David pudiera ver, escuchar o percibir. David lo sabía perfectamente... pero era como si no pudiera recordar qué era lo que sabía pero aún así estuviera seguro de saberlo.

David entró a la Casa de Gart.

Desde adentro no se asemejaba en lo absoluto a la de Hansel y Gretell. Había sillas y una mesa, como en cualquier casa del mundo de los humanos, aunque una inusualmente elegante.

Las sillas tenían formas curiosas pero parecían cómodas como algodón. La mesa de plata sostenía copas y velones de oro sobre un mantel de seda casi transparente. En el suelo había varios tapetes persas con diferentes figuras de animales estampadas; en una de las paredes había un gran lienzo sobre el que estaba pintada una muchacha que disparaba una flecha hacia el cielo, del que se desprendían muchos colores brillantes con figuras más pequeñas.

El sitio tenía un agradable olor a pastel de naranja. Seguramente alguien había estado horneando.

—Bienvenido a Casa de Gart, siempre podrás sentirte aquí como en tu casa, mi nombre es Filideus —anunció el hombre con desenvoltura—; es un gusto conocerte en este momento, tiempo y era.


los oniromantes: el navegante de las pesadillas Wattys2018Donde viven las historias. Descúbrelo ahora