Capítulo 3

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Pensé que África  me estaba tomando el pelo. La noche anterior había tenido pesadillas por no haber tomado la pastilla, ya que estaba bebido. ¿Qué otra razón podría haber para no tomármela?

―Bebí, lo sé. No intentes hacerme creer nada.

Ella puso los ojos en blanco.

―¿Por qué iba a mentirte?

―No lo sé. Quizás porque me seguiste esta mañana.

Esa chica soltó una risotada.

―Eres un paranoico. ¿Yo siguiéndote a ti como una acosadora? Sigue soñando.

―¿Qué haces en esta discoteca entonces? ―pregunté, encolerizado.

―Divertirme, como todos. ¿No es obvio?

Su ceño estaba fruncido y el mío también.

―¿Tan tarde? Eres estilista, trabajarás por la mañana.

Se levantó del taburete en el que estaba sentada. Se la notaba indignada, su cara comenzaba a ponerse roja. 

―Eso no es asunto tuyo. Vengo porque quiero y porque puedo. Mis cosas no son de tu incumbencia, Elián. Y no lo serán nunca.

―¡Perfecto! No es que quiera que lo sean.

―Bien. Pues sigue con tus paranoias, yo me voy de aquí ―dijo, haciendo ademán de marcharse.

―¡No soy ningún paranoico! ―afirmé, a pesar de que esa mañana yo mismo había pensado que lo era.

―O eso, o estás loco. No bebiste anoche. Tampoco te seguí. ¿Queda claro?

―Si no bebí, ¿por qué no tomé mis pastillas para dormir?

―¡Tú sabrás! Es posible que las hayas olvidado.

Consideré esa opción, porque a mí muchas veces se me olvidaban. De hecho, por olvidarlas me había despertado sudoroso y había acabado en la discoteca.

―¿Y por qué no recuerdo nada?―pensé en voz alta.

―No lo sé. ¿Vas en serio con lo de que no recuerdas nada? 

Noté que ella pareció calmarse y, por tanto, yo también lo hice. De nada me servía alterarme si perdía a la única persona que podía decirme qué había estado haciendo anoche.

―Voy en serio. No tengo ni idea de por qué.

―Pues deberías ir a un médico o algo así. 

Un chico rubio, alto y desgarbado llamó la atención de mi acompañante.

―África, deberíamos irnos.

Pude ver en la mirada del chico una señal de advertencia, así que mis alarmas otra vez se dispararon. Sin embargo, opté por ser más inteligente y esconder mi recelo.

―¿No me vas a presentar a tu novio? ―le pregunté a ella.

―No es mi novio, es mi hermano.

Él se removió, impaciente y posó en sus ojos en mí, estudiándome de una manera extraña.

―África, hay que irse.

―Soy Elián ―me presenté, tendiéndole una mano para que la estrechara y así ver su reacción.

Se quedó mirando mi mano y me ignoró.

―Lo siento, mi hermano es un poco insistente. He de irme.

―¿Por qué no os quedáis un poco más? ―ambos se miraron―. Os invito a una copa.

Observé que África miraba al chico rubio con desafío.

―Vale, Elián. Una copa ―aceptó sin dejar de mirarle.

Si algo me caracterizaba, era la percepción. Me consideraba desde que había regresado de quién sabe donde un chico muy perceptivo, me daba cuenta de todo, hasta de la más mínima minucia. Esa era otra de las razones por las que me había ido de casa. Sentía que todos me ocultaban una barbaridad de cosas, veía cómo me mentían y no me gustaba. Y en ese momento, podía jurar que algo raro estaba sucediendo y que había muchas cosas que África no me estaba contando.

―¿Qué queréis tomar? ―pregunté.

―Yo un chupito de los tuyos. Y mi hermano seguro que querrá un zumo.

―Ginebra con Coca-Cola estará bien ―dijo el susodicho, fulminando a su hermana con la mirada.

Llamé al camarero y le hice el pedido.

Al volverme, vi que los dos cuchicheaban bastante serios. Cuando se dieron cuenta de que los estaba observando, pararon de hablar y África me sonrió.

Me percaté de que su hermano estaba inquieto e incómodo.

―¿Todo bien? ―le pregunté, tratando de ser cortés.

―Sí.

―¿Me dices tu nombre? Es extraño dirigirme a ti sin saber cómo te llamas.

―Bruno ―contestó, alargando la mano para tomar su bebida, dispuesta ya sobre la barra.

¡Menudo soso! ―pensé, mientras se tomaba la bebida que yo iba a pagarle, al igual que su hermana, que se bebió el chupito en menos de un segundo.

―Está delicioso ―me dijo ella, poniendo el pequeño vaso vacío en la barra. 

―Podríamos quedar otro día aquí ―le propuse―. Podrías quedarte en mi casa...

―No creo que sea buena idea.

―¿Por qué? ―pregunté, acercándome.

De mis noches anteriores, había descubierto cómo ganarme a una chica. Me acercaba, jugaba con el pelo de ellas, las miraba de forma intensa y las dejaba hablar. En ocasiones, las conversaciones eran interesantes, en otras tantas solo quería callarlas y pasar a la acción para no escuchar más tonterías.

Y eso hice, comencé a jugar con su cabello y la miré con intensidad. Puedo jurar que ella me puso ojitos en ese momento y sus labios se quedaron entreabiertos.

Sonreí, satisfecho por lo que había conseguido provocarle.

―Yo... ―comenzó a decir.

―Nosotros nos tenemos que ir ―intervino Bruno, apurando lo que quedaba de su cubata―. Gracias por la invitación.

―Ha sido un placer.

África me dio un beso en la mejilla y ambos se marcharon.

Me quedé solo en la discoteca, mientras todos se divertían con sus parejas o sus amigos. Sentí algo en mi pecho, cómo se oprimía, debido a la sensación de soledad que me perseguía desde hacía mucho tiempo.

Me pedí un chupito tras otro, hasta que ya no me acordé de esa sensación, hasta que las luces y la gente solo fueron borrones que se movían con gracia, confundiéndome, pero haciéndome sonreír al mismo tiempo.

A la mañana siguiente me desperté en la calle, tirado en un banco, como si fuera un vagabundo. Debían de ser las ocho de la mañana y los que pasaban me miraban, unos con curiosidad y otros con desaprobación.

Fue entonces cuando admití que estaba perdido. Estaba solo, tenía frío y olía mal. ¿En qué me había convertido? Seguramente en un ser vacío, sin pasado ni vínculos emocionales. Siempre me hallaba taciturno y, cuando no, era que estaba fingiendo no serlo, como en las noches que salía. Era demasiado solitario, mi vida era una rutina y un desastre. Me había sentido avergonzado al admitir, delante de África, que no trabajaba ni estudiaba. El motivo de todo ello era que me daba miedo enfrentarme al mundo y a la realidad. Estaba tan asustado que no me atrevía a empezar con mi vida y rechazaba toda la ayuda que anteriormente se me había ofrecido.

En casos así, llamaría a un amigo. Pero yo no tenía, y si alguna vez los tuve, no los recordaba. ¿Qué podía hacer entonces? Aferrarme a las únicas personas que decían quererme: mi familia.

En un impulso, saqué el móvil del bolsillo y marqué un número.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora