Capítulo 36

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Miré a Valeria, sin entenderla.

―¿Qué quieres decir con que se ha ido?

Ella puso los ojos en blanco, como si la respuesta fuera evidente y yo fuese un estúpido por no deducirla.

―Que se ha ido a su pueblo, con sus padres.

Suspiré, aliviado.

―Bueno, pero volverá. Su carrera está aquí, no en su pueblo.

Ella negó con la cabeza.

―La verdad es que no sé si lo hará.

―Volverá. Ella es inteligente, sus estudios y su vida están aquí. No creo que lo deje todo por lo que nos ha pasado.

―No todo gira en torno a ti ―me dijo, exasperada―. No es que en Derecho le vaya de maravilla últimamente, tampoco.

Me levanté de la silla, alarmado. No iba a dejar que abandonara. La había escuchado hablar de la universidad, de lo entusiasmada que estaba y de cuánto le gustaría que la justicia fuera algo real y tangible, y no solo un concepto abstracto y, al mismo tiempo, utópico. Me parecía mal que dejara atrás su sueño, y que en parte el culpable de todo fuese yo.

―¿Cuál es el pueblo? ―pregunté.

―¿Para qué quieres saber eso?

―¿Cómo que para qué? Para traer el culo de Olimpia de vuelta.

―Es muy estúpido por tu parte pensar que voy a...

―¡Valeria! ―le grité, interrumpiéndola―. Dime de una maldita vez dónde está Oli.

―Elián, cálmate. Estás dando un espectáculo, y nos están mirando ―intervino Bruno, claramente incómodo.

―¿Crees que me importa? ―inquirí, para luego dirigirme otra vez a la compañera de piso de mi ex―. Dime dónde es, por favor.

Ella me miró como si estuviese sopesando sus opciones. Mientras, yo me iba impacientando cada vez más. Me sentía muy culpable y el pulso se me había acelerado demasiado, hasta el punto que creía que me iba a dar algo si no me decía de inmediato lo que quería saber.

―En realidad, creo que está todavía en la estación de autobuses ―respondió finalmente―. El autobús salía a las tres y media, creo.

Saqué del bolsillo de mi pantalón el móvil para mirar la hora. Tenía un cuarto de hora para impedir que se marchara y cometiera un error.

Me fijé en que Bruno acababa de engullir su hamburguesa. La mía, casi intacta, estaba sobre la bandeja, pero ya no tenía hambre. La noticia que me había dado Valeria me había cerrado el estómago.

―Bruno, déjame tus llaves.

―¿Qué? ―preguntó, como si no hubiese oído bien.

―Las llaves del coche. Dámelas.

―No, no, no. Yo conduzco, que no me fío de ti.

―Vale, pero vamos ya. Tengo menos de quince minutos para ir a la estación.

Él se puso en pie y ambos nos comenzamos a encaminar hacia la puerta. Me di cuenta de que Valeria nos seguía.

―¿Puedo ir con vosotros?

―Claro, preciosa ―contestó Bruno, al mismo tiempo que yo decía que no.

Estaba en modo cazador, aunque, por lo que veía, Valeria no le daba ni la hora. Ni siquiera le dirigió una mirada cuando pasó por delante de él para subirse al asiento trasero, el que estaba detrás del de copiloto.

Por el camino, el modo de conducir de Bruno comenzó a exasperarme. Los minutos pasaban demasiado rápido, y yo tenía la sensación de que íbamos despacio, a pesar de que íbamos a una velocidad aceptable y de que, en ocasiones, él aceleraba cuando el semáforo cambiaba de verde a ámbar.

Cuando por fin llegamos, antes de que el coche parase del todo, me bajé, corriendo hacia el interior de la estación de autobuses, con el corazón desbocado por la adrenalina que estaba sintiendo.

Ni siquiera me di la vuelta para ver si los demás venían detrás de mí. En ese momento, no importaba. Lo único que tenía importancia era que Oli se iba, y que no era justo que lo hiciera, fueran cuales fueran sus razones. Por eso tenía que impedirlo. O, al menos, eso era lo que me repetía a mí mismo, una y otra vez. Tenía que convencerme de que no era por mi egoísmo ni por la necesidad de tener la esperanza de que algún día íbamos a volver a estar juntos, sin peligros y sin necesidad de ocultarle nada.

La busqué entre todos los autobuses, que no eran precisamente pocos los que había parados, y entre la multitud, fijándome en si veía alguna cabellera rubia y ondulada.

La busqué como un loco hasta que la vi, en una de las filas para entrar en un autobús.

―¡Olimpia! ―la llamé.

Entonces, se volvió, me miró, y sentí una punzada en lo más profundo de mi corazón al ver esos ojos y ese rostro. En aquel instante, me invadió una aplastante decepción.

No era ella. 

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora