Capítulo 70

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El sonido de un vaso cayéndose me sobresaltó un poco y me hizo volverme. Un camarero pidió disculpas a uno de sus clientes, que parecía molesto, y le dijo que enseguida le traería otro tinto de verano y que invitaba la casa.

Desconecté y volví a centrar la atención en la cerveza bien fría que tenía delante, a la que di un buen sorbo. El día no podía ser más perfecto, no hacía demasiado calor y no había una sola nube en el cielo, pero los rayos de sol tostaban bastante. Fue un verdadero acierto ir al chiringuito, sentía que me iba a achicharrar la piel bajo la sombrilla. No tenía ni idea de cómo tanta gente podía aguantar horas y horas sobre la toalla, sin refrescarse en el agua.

―¡Disculpa! ―le grité al mismo camarero que había caído el tinto antes―. ¿Me puedes traer unos espetos? Con limón, si no es mucho pedir.

―Claro, ahora mismo.

Me encantaba Málaga. Si pudiera, me quedaría a vivir allí. Compraría un apartamento en Fuengirola e iría al chiringuito prácticamente todo el verano y, por las noches, me iría a mi heladería favorita y luego a mirar cómo los turistas desfasan en los pubs mientras fumo cachimba y me bebo un buen cóctel.

―¡Me has dejado tirada! ―escuché que me recriminaban.

Olimpia se sentó delante de mí, enfurruñada, pero bastante graciosa. Observé que, bajo su vestido playero blanco, se le transparentaba el bikini.

―Te vi demasiado a gusto en la hamaca, creo que hasta roncabas ―repliqué, riéndome.

Me sacó la lengua.

―Yo no ronco.

La verdad era otra, aunque mejor no llevarle la contraria a Oli. Me divertía enfadarla, pero no quería llamar la atención del resto de clientes. Ella podía llegar a ser un poco intensa.

―¿Quieres algo? ―le pregunté, viendo que estaban a punto de traerme el plato de espetos y el pan.

―Otra cerveza, por favor ―le pidió directamente al camarero, que puso el plato y el cesto sobre la mesa.

―Que sean dos ―añadí, tras darle el último sorbo a la mía y tenderle la jarra vacía al hombre.

Llevábamos unos cuantos días en un apartamento. Mi madre y mi hermana habían buscado el sitio y les había encantado, y nos invitaron a Oli y a mí. A mi chica le había encantado la idea de conocer mejor a mi familia y que por fin hubiera normalidad, dentro de lo posible.

No había vuelto a contactar con nadie de los túneles excepto, irónicamente, con Ismael. Un día me encontré con varias llamadas suyas y quedamos en un bar. No sabía lo que quería, pero me había dicho que prefería contármelo en persona.

―¿Qué hay? ―saludó al entrar, sentándose en un taburete, a mi lado.

―Hola ―contesté desganado. Lo último que me apetecía era quedar con él y, si lo había hecho, era por la urgencia que había notado en su voz.

Él le señaló al camarero mi cerveza y levantó el índice.

―Bruno ha desaparecido del mapa ―me soltó de repente, volviéndose hacia mí.

―¿Qué?

―Eso. Que se ha ido y nadie sabe adónde. ¿Ha contactado contigo?

―No, no sé nada de él desde hace un par de semanas ―respondí. Exactamente, no sabía nada de él desde aquel día tan fatídico en los túneles. Pensé que estaba demasiado deprimido y dolido por lo de su hermana, al fin y al cabo, si no hubiera tratado de salvarme la vida, estaría viva.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora