Capítulo 14

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La miré sin comprender nada.

―Mi amnesia no es tu culpa, África. El especialista que me trataba me dijo en su momento que la amnesia estaba causada por mi propio cerebro, posiblemente para olvidar algún suceso traumático. Quizás algún día lo recuerde todo, o quizás no.

Ella se atrevió a mirarme. Pude comprobar que tenía los ojos llorosos y que la angustia se distinguía a la perfección en su rostro.

―Esto va más allá de los médicos y de la ciencia. No tienen nada que ver.

―¿África Morales?

Junto a una puerta abierta estaba un hombre de unos cuarenta y tantos años, canoso y no precisamente alto. Llevaba una bata blanca, por lo que supuse que era el médico de urgencias.

―Soy yo ―respondió la susodicha, que se acercó con la silla de ruedas al doctor y entró en la consulta.

Poco después, mientras me comía las patatas fritas que me había comprado, pude ver que se la llevaban para hacerle radiografías. Así fue cómo pasaron los minutos, con lentitud, comiéndome el coco, además de mis patatas, intentando descifrar el sinsentido que me había revelado África y sacarle, sin éxito, algún significado coherente. Pero claro, ¡no tenía ni pies ni cabeza! Yo había tenido razón todo el tiempo al pensar que a esa chica le faltaba más de un tornillo. ¿En qué momento me había parecido buena idea dejar que una acosadora me ayudase con mi vuelta a la casa de mis padres? Y, sobre todo, ¿en qué momento había decidido aceptar su supuesta preocupación, que solo era una falsa excusa para intentar explicar su acoso? Debería haberla denunciado a la policía desde el principio. No era más que una mentirosa compulsiva cuyo sitio más idóneo era un psiquiátrico.

Al cabo de un buen rato, la vi con una venda en el pie y dos muletas, andando torpemente hacia mí.

―Solo tengo un esguince ―me comunicó, sin mirarme a los ojos ―. Lo entenderé si no me quieres llevar a ningún sitio. Llamaré a mi hermano para que venga a buscarme.

―Perfecto ―me limité a contestar, nada contento con la situación.

Me centré en lo que me convencí que era la parte positiva. Finalmente, me daría tiempo a cenar con Olimpia y a todo lo demás.

Comencé a marcharme, sin querer mirar atrás.

―Lo siento ―musitó.

Me detuve, aunque dándole la espalda.

―Eso ya lo he oído antes ―dije, antes de marcharme y desaparecer de su vista.

Fui hacia mi coche y, antes de arrancar, llamé a Olimpia para decirle que llegaría antes. Eran las ocho de la tarde y, si no había mucho tráfico, tardaría unos veinte minutos en llegar.

―Tendrás que subir a mi piso, porque me tengo que duchar y arreglar ―me dijo.

―Vale. Hasta ahora.

Colgué y arranqué.

El tráfico era horrible, así que me retrasé considerablemente. Había colas de coches antes de entrar en una rotonda por la que tenía que pasar para cruzar el puente. Mucha gente salía de trabajar a las ocho, así que las aglomeraciones de automóviles eran algo normal. Me alegré de vivir en una ciudad pequeña y no en una grande como Madrid, Sevilla o Barcelona, donde el tráfico podía venir desde muchos kilómetros atrás, tanto a primera hora de la mañana como a última hora de la tarde.

Al final llegué a las nueve menos cuarto, pues también tuve que buscar aparcamiento, tarea que me costó bastante. Lo único que esperaba era que el esfuerzo hubiera merecido la pena y tuviera una velada agradable con un "final feliz". Sin embargo, ese pensamiento se me truncó al oír la voz de la chica que me contestó cuando toqué el timbre de la puerta de abajo.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora