Capítulo 67

26 2 0
                                    

Bruno

El dolor que sentía era indescriptible. Sentía mi pecho a punto de estallar y la rabia y el odio corroyéndome por dentro. La vida de mi hermana acababa de apagarse ante mis ojos, sin que hubiera podido evitar el desastre.

A mi alrededor había heridos y muertos. Muchos cuerpos estaban siendo trasladados para hacer una pira y calcinarlos, a los de nuestro bando por un lado y a nuestros enemigos caídos por otro. Los enfermeros y médicos de los túneles no daban abasto. Faltaban manos, faltaba de todo, en realidad.

―Necesitas que te cure eso ―me dijo una enfermera, agachándose junto a mí en el suelo y señalando mi pierna.

―Atiende a los demás. Es solo un rasguño ―le aseguré, aun sabiendo que no era cierto. Notaba la sangre caliente en mi pantalón y resbalándome por la pierna.

―No lo es.

Sin pedirme permiso y haciendo uso de unas tijeras, cortó mi pantalón y evaluó la herida con rostro serio.

Paró a una chica aparentemente ilesa que pasó por nuestro lado.

―Tengo que curarle y sacar la bala. Necesito que me traigas unas pinzas, agua caliente, paños, apósitos...

Dejé de escuchar y me centré en mirar a mi alrededor, sin fijarme en nada en concreto.

Hacía ya rato que mis padres se habían llevado el cadáver de África, para velarlo hasta que llegase el momento de incinerarlo, pero yo seguía viéndola delante de mí. Era lo único que veía y estaba seguro de que esa imagen me acompañaría durante mucho tiempo, al igual que la muerte de Candela. Finalmente, las dos habían muerto a manos de la misma escoria, casi en las mismas circunstancias.

―Esto ya está. Tienes que hacer reposo ―me aconsejó, después de coser la herida y colocar compresas con un par de apósitos grandes sujetándolas.

―Debes de estar de broma ―le contesté, levantándome con dificultad del suelo y evitando hacer una mueca de dolor.

Sin darle la oportunidad de contestar, me alejé cojeando, teniendo muy claro adónde me dirigía.

Crucé varios pasillos, esquivando a mucha gente y sin dirigir ni una sola mirada a nadie. ¿Cómo iba a estar algún día al frente de los túneles si era incapaz de protegerles? Mis padres depositaron una confianza en mí que no merecía y, como consecuencia, me sentía inútil y terriblemente culpable.

Vi el terror en los ojos de Gideon nada más entrar en la sala donde aún le teníamos encerrado y atado. Le propiné un puñetazo y luego otro y otro más. No podía parar, estaba roto de dolor y cegado por la ira y, en aquel momento, sentir el dolor de otra persona era como un canto de sirena para mí: agradable y adictivo.

―¡Por favor, para! ―me suplicó, sangrando y tirado en el suelo, amarrado a la silla.

―¿Que pare? ―le di una patada en el estómago con la pierna que estaba bien―. ¿Quieres que pare, desgraciado?

Pude comprobar que todo rastro de bravuconería y autosuficiencia había desaparecido y había sido sustituido por el pánico y la confusión. Seguramente no se imaginaba lo que había sucedido en la entrada de los túneles.

―Por favor...

Me acerqué a su oído.

―Tú no tienes derecho a suplicar. No tienes ni siquiera derecho al aire que respiras, a estar vivo. Gente como tú debería morir y yo me voy a encargar de que así sea.

Él escupió sangre y se retorció de dolor en el suelo. Me sentí bien por ello, merecía todo el sufrimiento que yo pudiera causarle.

Me dispuse a volver a la carga, pero alguien me frenó apartándome de él y agarrándome con fuerza por detrás.

―¡Quieto! ―me gritó Ismael cuando intenté liberarme de su agarre.

―¡Tengo que matarle! ¡Déjame matarle!

―No, Bruno. Vamos a salir de aquí.

A la fuerza, me sacó de allí y me empujó hasta una silla, para que me sentase.

―¿Pero qué haces? ―le pregunté enfurecido―. Podría haber acabado con él, se lo merece.

―Podrías, pero no voy a dejar que lo hagas. Ya has sufrido lo suficiente y hemos tenido demasiadas muertes por hoy.

―No vamos a tenerlo encerrado toda la vida ―le dije.

―Vamos a soltarle, Bruno ―me anunció―. Así como a los otros heridos.

No pude creer que dijera algo así, sobre todo sabiendo que él estaba tan mal como yo. Sabía que quería a mi hermana, era algo evidente, solo que ella nunca fue capaz de quererle de la misma manera.

Me froté la barbilla y le miré desconcertado.

―¿Cómo dices?

―Son víctimas, ¿no lo ves? De alguna manera, esa gente consiguió lavarles el cerebro. Vamos a encargarnos de ello para que puedan recuperar el control de sus vidas, algo que perdieron algunos hace mucho. No vamos a matar a nadie ni a tener a ninguna persona atada a una silla.

―Hace unas horas le estabas dando una paliza ―le recordé, señalando el espejo por donde veíamos a Gideon, todavía tirado en el suelo.

Ismael suspiró y se sentó a mi lado.

―Parece una eternidad.

―¿Ha sido decisión de mis padres? ―quise saber, sin poder imaginar que ellos tuvieran la cabeza tan fría como para tomar una decisión semejante.

―No, hemos hablado muchos de nosotros y es lo que se ha decidido que es lo mejor. Tenemos los medios, tenemos habitaciones donde pueden quedarse. Podríamos ser nosotros los que estuviésemos del otro lado, Bruno.

Me puse en pie, incapaz de asimilar tanto en un mismo día y roto por el dolor y el cansancio.

―Necesito estar solo.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora