Capítulo 37

31 5 0
                                    


La chica a la que acababa de confundir con Oli me miró como si estuviera loco. No es que pudiera culparla, yo habría hecho lo mismo.

Continué buscando, pero no tenía muchas esperanzas. Estaba seguro de que ella ya no estaba allí, no había conseguido llegar a tiempo, al fin y al cabo. Pero seguía intentándolo, como si así fuese a conseguir que apareciera mágicamente delante de mí, como si no se hubiera subido al autobús y se hubiese arrepentido de la idea de marcharse, al darse cuenta de que irse no era la solución y de que era una acción de cobardes.

En un intento desesperado, intenté llamarla. De camino también lo había hecho, pero no obtuve respuesta. Cuando el buzón de voz volvió a saltarme, maldije para mis adentros.

―¿No la encuentras? ―preguntó Bruno a mis espaldas.

―No.

Él se puso a mi lado.

―¿Es importante para ti?

―Deja de hacer preguntas tontas.

―Es una pregunta más. ¿O es que aún no has reconocido lo que te importa?

Le miré, exasperado.

―A veces me pregunto si tú también entras en las cabezas de la gente, como tu hermana.

―Solamente te conozco. Viviste dos años conmigo, sé cómo eres, por mucha memoria que te haya borrado África.

―Creí que había cambiado demasiado y que ya no me reconocías ―le dije, recordando la conversación en el parque de hacía tiempo, cuando me dijo que había perdido mi esencia y que no era ni la sombra de la persona que era antes. En ocasiones, Bruno sabía soltar comentarios bastante hirientes.

―Sigues siendo tú, un poco cambiado y sin sentido del humor, eso sí, pero eres el mismo sentimental que conocí.

Derrotado por la perspectiva de no encontrar a Olimpia, me senté en un banco de madera, pegado junto a la pared de ladrillo de la estación. Él hizo lo propio y esperó, en silencio, a que dijera algo. Y la verdad es que pensaba hacerlo.

―Sé lo de Candela.

Bruno resopló.

―Ya, África me comentó que te lo dijo.

―Lo siento mucho. No puedo imaginarme cómo pudo afectar a tu familia su muerte.

Vi, sorprendido, cómo sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Evidentemente, no esperaba que se riera a carcajadas del asunto, pero no estaba acostumbrado a ver esa clase de reacciones en él, que era tan bromista y no se tomaba nada en serio.

Soltó una bocanada de aire y sus ojos volvieron poco a poco a la normalidad.

―Se me hace extraño que me digas eso, cuando te vi llorando al morir ella.

―Pero yo no la recuerdo ahora ―repuse.

―Es una lástima. Ya le dije a África que no hiciera lo que hizo, pero no me escuchó. Si la recordases como yo, sabrías que Candela era un ser extraordinario.

Me pareció que se derrumbaría si seguía tocando ese asunto, así que cambié de tema y pregunté:

―¿Y Valeria? ¿Ha huido de ti?

―Está en el coche, intentando contactar con Olimpia.

―Espero que ella tenga más suerte que yo. A mí me salta el buzón de voz.

Él puso los ojos en blanco.

―¡Eres el ex! Es evidente que no te va a contestar después de que la hayas herido.

―¿Por qué supones que le he hecho algo? Ella fue la que me dejó.

Bruno esbozó una sonrisa.

―Seguro que por algo que tú hayas hecho.

―Va a ser que sí que me conoces, después de todo.

―Eres una mariquita muy predecible ―se burló―. Oye, qué impresionante es la rubia que viene hacia nosotros, ¿eh?

Al alzar la vista, vi a una chica rubia arrastrando una maleta rosa, andando rápido hacia nosotros. Era Oli. Sus ojos estaban llorosos y algo hinchados.

Inconscientemente, me levanté del banco y empecé a caminar, un poco aturdido y, al mismo tiempo, contento.

―Hola ―me saludó cuando estábamos a medio metro de distancia y sin acercarse más a mí ni darme un abrazo o un beso, como pasaba en las películas cuando el chico va en busca de la chica. De todas formas, no era algo que pudiera reprocharle,  ya que, como Bruno había dicho, yo la había herido.

―Hola, Olimpia.

―Valeria me dijo...

―No te vayas ―la corté―. Quédate.

Una lágrima comenzó a bajar por su mejilla.

―¿Cómo te atreves a venir y pedirme eso? ―me reprochó, mirándome con una dureza que me abrumó.

―Lo siento.

―¡Qué fácil es disculparse! A ti no te han dejado tirado como una colilla y no te han estado ocultando cosas.

Lo primero no se lo podía discutir, pero lo segundo desde luego que sí. Pero no tenía por qué saberlo, por tanto, lo mejor que podía hacer era no desmentirle nada.

―Lo digo en serio, Olimpia. Yo no soy de decir las cosas por decir.

Me acerqué un poco más a ella, encontré un paquete de pañuelos en el bolsillo, que estaba pringado de Coca-Cola, al igual que mis pantalones y la camiseta, y saqué un clínex.

―No llores ―le pedí, tendiéndoselo.

―Gracias por el pañuelo ―murmuró, secándose las lágrimas.

―No es nada.

Ella me miró, seria.

―El siguiente autobús viene en media hora. Si me has encontrado aquí, fue porque perdí el de ahora, no porque vaya a cambiar de parecer.

―Pero, ¿por qué te vas? ¿Tan mal te va en Derecho como para marcharte? ¿O es por mí? ―insistí.

―Elián, necesito poner distancia y pensar en lo que quiero y necesito ―contestó, pareciéndome que era una frase aprendida de memoria, algo de lo que se había estado intentando convencer, pero que no era del todo cierto.

―Olimpia, tú eres una persona muy inteligente. No hace falta que te marches para saber lo que quieres y necesitas. Dime la verdad.

―¿Quieres la verdad?

Asentí con lentitud, seguro de que su respuesta no me gustaría, pero siendo lo suficientemente masoquista como para escucharla de todas maneras. 

―Necesito alejarme de ti para olvidarte ―dijo, haciendo que, de repente, sintiera cómo el corazón se me rompía.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora