Capítulo 40

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―Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz

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―Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz. Te deseamos todos cumpleaños feliz ―cantaba un montón de gente a mi alrededor, en una amplia sala con las luces apagadas, únicamente iluminada por las coloridas velas de una tarta enorme, las cuales no me molesté en contar.

Por alguna razón, me sentía incómodo, pero también alegre. Supuse que podía ser por el entusiasmo de todos los que me rodeaban. 

―¿No vas a soplar? ―preguntó una chica, a mi lado.

Giré la cabeza para mirarla y me quedé patidifuso al ver que era África, cuyas manos descansaban en mi hombro. Ella me sonrió con mucha complicidad, y sus ojos brillaban, como solo podían brillar los de una persona que era feliz. 

Sin dudarlo, me incliné sobre la tarta y soplé con todas mis fuerzas, hasta que no quedó ni una sola vela encendida.

―Cada vez te vas haciendo más viejo ―comentó Bruno, provocando alguna risa entre los presentes.

―¡Cállate! Solo tengo diecisiete, sigo siendo más joven que tú ―bromeé, sonriendo.

En respuesta, él me dio una palmadita en la espalda.

Las luces se encendieron e identifiqué el lugar como una discoteca. En ella no había un solo adulto, si no se contaba a Bruno como uno de ellos, claro. Ni siquiera había un solo camarero. Era como si hubiesen alquilado el local para la ocasión, pero sin contar con el personal. 

La música volvió a sonar, reproduciéndose una canción de Black Eyed Peas. Entonces, la gente comenzó a dispersarse por la pista.

―¡Vamos a bailar!

―No sé, Cande, ya sabes que soy muy torpe bailando.

Ella hizo un puchero que me pareció adorable, y no pude evitar sonreír.

Comprendí que estaba soñando y, además, también estaba casi seguro de que aquello era real, que realmente había pasado.

Quien creía que era África, en realidad era su gemela, mi novia. Y, por alguna razón, sentía nostalgia, no deseaba despertar como si de otra de mis pesadillas se tratase. Quería ver cómo avanzaba el sueño, aunque yo no tuviese ningún tipo de control sobre mis actos, siendo, como de costumbre, un mero espectador dentro de mi propio cuerpo.

Ella me arrastró a la pista y, abrazados, nos mecimos de un lado a otro, sin seguir el ritmo de la música. Siempre había sido un arrítmico, en eso no había cambiado.

―Es una lástima que Afri no haya podido venir ―comentó, de repente, dándome información acerca de por qué no veía a su hermana por ningún sitio.

Fruncí el ceño.

―Sí. Se está perdiendo una buena fiesta.

―Bruno parece pasárselo bien ―dijo.

Al mirar a la derecha, lo vi dándolo todo, bailando al estilo ochentero rodeado de un montón de chicos, que estaban haciendo un corro a su alrededor, tocaban las palmas y, también, como era natural, se reían, lo más seguro que de él.

Me comencé a reír a carcajadas, lo que provocó que me quedara un poco sorprendido, puesto que hacía mucho que no me reía de esa manera.

―Está haciendo el ridículo ―respondí, señalando lo evidente.

―No seas malo. Déjale que sea feliz ―me regañó de broma, pegándome suavemente en el hombro.

―¡Ay! ―me quejé, más por llamar su atención que por otra cosa, porque eso no había dolido, ambos lo sabíamos.

Ella dejó de abrazarme y se puso de puntillas para darme un beso en los labios que recibí gustoso.

Pero el momento se destrozó cuando tiraron la puerta abajo y entraron personas encapuchadas, armados con pistolas y rifles. Ellos iban delante de lo que parecía un gran pelotón.

Detrás empezó a entrar gente con la cara al descubierto.

Todos los invitados al cumpleaños, que inicialmente se quedaron paralizados, actuaron, comenzando a luchar contra los intrusos, algunos empleando la fuerza y otros usando el fuego.

Mi primer instinto fue proteger a Cande. A diferencia de todos los presentes, ella no poseía ninguna habilidad extraordinaria y, por lo tanto, no podía defenderse sola.

―¡Corre a los baños! ―le grité―. Yo te cubro.

Ambos corrimos entre la multitud, agachados para esquivar los tiros, para llegar al baño. Sabía que allí había una ventana por la que podría salir.

Mi yo del pasado rezó para sus adentros, pidiendo que la discoteca no estuviera rodeada, porque, de ser así, estaríamos perdidos.

―¡Están huyendo! ―oí por encima del barullo―. ¡Es ella!

Entonces, antes de que pudiese actuar, me empujaron con bastante fuerza, haciéndome perder el equilibrio.

Todo transcurrió ante mis ojos como una escena a cámara lenta. Bruno gritó y Candela me miró, sabiendo que quizá eso era el fin.

Unos tiros resonaron en mis oídos y ella cayó al suelo, herida por las balas que acababa de recibir.

Me abalancé sobre quien le había disparado y el fuego comenzó a salir de todo mi cuerpo, quemando mi ropa. Lo expulsé, de alguna manera, hacia fuera, y al que identifiqué como el culpable de esos disparos salió ardiendo.

La furia se había apoderado de mí, y eso se convirtió en una masacre. Más personas, incluso gente que no estaba encapuchada, ardieron hasta calcinarse poco a poco.

La mayoría de los atacantes que quedaban en pie echaron a correr, pero el desastre estaba creado. Algunos de mis invitados seguían luchando, mientras que otros agonizaban, si no es que estaban muertos ya.

En shock, caminé hacia donde yacía Cande junto a su hermano mayor, el cual lloraba sin ningún consuelo a su lado.

―No...

―Ha muerto, Elián ―me dijo Bruno, con la cara descompuesta por la pena.

―¡No! Ella no está muerta ―murmuré.

Sin embargo, no podía continuar negando lo evidente. Candela tenía disparos en el pecho y en la tripa, había perdido demasiada sangre, de hecho, seguía perdiéndola. Su pecho no subía ni bajaba, sus ojos estaban abiertos, mirando al techo fijamente, y su rostro no tenía expresión alguna.

Las lágrimas comenzaron a caer por mi rostro y mis rodillas cedieron, pero, antes de perder el conocimiento, vi unos ojos rojos como la sangre en la puerta de la discoteca. Unos ojos que, por desgracia, conocía muy bien y sabía perfectamente a quién pertenecían, por mucho que mi visión se estuviera volviendo cada vez más borrosa.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora