Capítulo 9

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Sentí confusión e ira. ¡Conocía a ese tío y había hecho ver que no era así! Debí de parecer un tonto delante de él, presentándome cuando ya teníamos un pasado. Recordé cuando se quedó mirando mi mano al presentarme.

Me levanté del banco, enfadado, y me dirigí a mi casa. Por el camino busqué el número de África y cuando ya lo tuve, la llamé.

Me contestó a los dos timbrazos.

―¿Diga?

―¿Cómo que diga?

―Lo siento, no sé quién eres.

La impaciencia me ganó.

―¡Y una mierda, África! Sé que conozco a tu hermano y, probablemente, a ti también. Exijo una explicación a todo esto.

Oí un murmullo al otro lado de la línea, hasta que una voz masculina me contestó.

―Oye, Elián...

Para entonces, las lágrimas de rabia ya brotaban por mis mejillas sin control alguno.

―¡De Elián nada, Bruno! Me has estado ocultando que me conocías.

―Elián, te lo explicaré, de verdad. Pero ahora no puedo.

―¿Y cuándo es el momento idóneo para el señor Soso?

Lo escuché resoplar.

―Veo que sigues igual de ingenioso con los motes.

―Dime, ¿cuándo pensabas decírmelo? ¿Esperabas que no lo recordara nunca?

Hubo una pausa que se me hizo eterna, en la que solo escuchaba su respiración y la mía, entrecortada por culpa de todas las emociones que estaba sintiendo de golpe.

―Mañana te explicaré algunas cosas, ¿vale? No te alteres.

―Manda huevos ―farfullé―. Encima me pides que no me altere.

―Mañana quedamos en el bar donde has visto el partido con mi hermana, ¿de acuerdo?

―Está bien. Allí a las diez de la mañana te espero.

―Vale.

Bruno me colgó y eché a correr hacia mi casa y, antes de entrar, me quedé parado en la puerta, concentrándome en mi respiración. No iba a conseguir nada si no me tranquilizaba y lo que quería era saberlo todo. Tenía razones más que suficientes para enfadarme, pero debía alegrarme por mi logro. ¡Iba a obtener respuestas! De alguna manera, iba a reconectar con mi antiguo yo.

Pasados unos largos minutos, me armé de valor y entré en mi casa.

Mis padres estaban en el salón, parecía que discutían. Al verme, pararon de golpe.

―¿Qué pasa aquí? ―pregunté.

Ellos se miraron y mi madre se acercó a mí.

―Nada. ¿Qué quieres de cena?

―Me da igual. Voy a ducharme ―respondí, muy seco.

―¿Te ha pasado algo? ―quiso saber ella.

Le dediqué una sonrisa forzada.

―No, mamá.

La dejé atrás y fui a mi habitación a por ropa.

Al ducharme, dejé que el agua templada corriese por mi espalda y por todo mi cuerpo, relajándome. Me imaginé muchas escenas de lo que pasaría cuando viese a Bruno, muchas versiones diferentes que podría darme. Y así pasaron los minutos, conmigo encerrado en mis propios pensamientos y aislado del mundo exterior. Sin embargo, no duró todo lo que yo hubiera querido, mi hermana empezó a aporrear la puerta con saña, gritándome desde fuera.

―¡Sal del baño, llevas media hora!

Resoplé antes de contestar:

―¡Ya salgo! Me seco, me visto y te dejo el baño libre.

La escuché alejarse de la puerta, refunfuñando algo que no alcancé a oír bien.

Me sequé y me puse unos vaqueros y una camisa. Pensaba salir esa noche, no iba a quedarme en casa para atormentarme.

Al salir, mi hermana corrió al baño con una bola de ropa. Al parecer, yo no era el único que pensaba irse, solo que, a diferencia de ella, yo no regresaría en toda la noche.

―¿Te vas? ―preguntó mi padre cuando me vio acercarme a la puerta.

―Sí. Dile a mamá que lo siento, pero que no me quedo a cenar.

―Adriana va a dar una vuelta con sus amigas hasta las doce. Podrías traerla a casa después ―sugirió.

Le dirigí una sonrisa de disculpa.

―No creo que vuelva tan temprano.

Me quedé parado cuando vi que se me acercaba como si me fuera a hacer una confidencia.

―¿No será que te vas con la chica del bar? ―susurró.

Fruncí el ceño.

―No, yo salgo solo.

―Venga, Elián ―insistió―. Puedes contarme esa clase de cosas, yo puedo aconsejarte.

Enarqué una ceja.

―No hay nada entre África y yo. No me gusta. Y si pasara algo con alguna chica, es solo asunto mío. No soy del tipo que alardea de las chicas con las que está ni lo que hace con ellas ―le aclaré.

Sin dejarlo replicar, salí de mi casa, en busca del coche.

Conduje hacia un bar al que solía ir algunas veces. Allí, le pedí al camarero un submarino, que consistía en una jarra enorme de cerveza con un poco de whisky. No tardé mucho en bebérmelo y pedir otro.

Una chica con la que había estado no hace mucho se me acercó. Ella era rubia, tenía los ojos grisáceos y curvas, muchas curvas. Fue eso lo que me llamó la atención en su momento.

―Hola, Elián.

―Olimpia, ¿qué haces aquí?

Vi que sostenía una birra.

―Lo mismo que tú, creo. Pasar el rato.

Asentí y le pedí al camarero otro botellín de cerveza para ella.

―¿Ya me quieres emborrachar? ―bromeó.

―Para nada.

Me sonrió y le agradeció al camarero cuando le dio su nueva birra.

―Te estuve llamando ―dijo de repente.

―¿Ah, sí? ―pregunté, haciéndome el tonto.

―Sí, ¿y sabes quién me respondió? ―hizo una pausa dramática y, como no dije nada, continuó―. Un repartidor del Telepizza.

Hice un gran esfuerzo por no reírme y mantener una mirada inocente, como si no tuviera culpa de nada.

―Quise creer que me habías dado el número mal, pero conociéndote, lo dudo. Ya me pareció extraño que tuvieses que buscar tu propio número en tu móvil para dármelo.

―Lo siento, debí de haberme equivocado en algún número ―mentí.

La bofetada que recibí fue épica. Todo el bar se nos quedó mirando, algunos se quedaron hasta en silencio.

Después, para su sorpresa, la besé. Ella se dejó, para la mía. Sabía que yo le gustaba y ella no me desagradaba, al contrario. No obstante, mi número no se lo daba a casi nadie, rara vez lo había hecho. 

Seguimos besándonos de manera ardiente durante un rato en el bar, hasta que se me hizo incómodo que todos nos estuvieran viendo y seguro que murmurando a nuestro alrededor. 

Dejé un billete de veinte euros sobre la barra y me la llevé de allí inmediatamente, hacia mi coche.

No era de los que contaban sus andanzas por ahí, pero daba igual. Seguía siendo mezquino.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora