Capítulo 46

23 4 0
                                    

A las doce de la noche, el móvil me sobresaltó, sacándome del estado de duermevela en el que me encontraba.

El libro que estaba leyendo para distraerme estaba justo a mi lado, en el borde de la cama y a punto de caerse al suelo. Por suerte, lo vi a tiempo y lo coloqué en la mesita de noche, donde también estaba mi teléfono, vibrando.

Inconscientemente, me llevé la mano a la cabeza. Todavía me seguía doliendo desde la pelea con Ismael, aunque la hinchazón hubiera bajado hasta hacerse casi imperceptible.

Miré la pantalla y tragué saliva al ver que se trataba de Bruno.

―Será mejor que vengas a los túneles ―me dijo nada más descolgar yo.

―¿Qué ha pasado? ―pregunté alarmado.

Escuché un sonido extraño, como si la comunicación fuera a cortarse. Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió.

―¿Es cierto? ―inquirió alguien cuya voz me resultó familiar.

El hecho de escuchar la voz de Oli al otro lado de la línea hizo que me quedara mudo.

―¡Contéstame! ―me gritó, con la voz rota―. ¡Dime algo! ―insistió cuando permanecí callado, demasiado bloqueado como para hablar―. Te oigo respirar, ¿sabes? Sé que estás ahí...

―Voy para allá ―musité, reaccionando por fin y colgando después.

Pronto recibí un mensaje de África diciendo que se reuniría conmigo en el parque cercano a la casa de mis padres, con mi coche.

Me vestí lo más deprisa que pude, me guardé el móvil en el bolsillo y salí pitando de mi cuarto. Lo que no contaba era con chocarme con mi tío en la entrada.

―¡Joder! ―exclamé.

―¿Vas a algún sitio? ―me preguntó Gideon, apartándome de él.

―Sí. ¿Tú también?

No me pasaba desapercibido que él también estaba vestido, cuando todos en casa ya estaban en pijama y en sus respectivas habitaciones. Incluso mi padre se había encerrado en el salón y, de hecho, en aquel momento se escuchaban con nitidez sus ronquidos.

―¡Qué va! Acabo de volver. Iba a tu habitación, a acostarme.

Por la tarde, le había ayudado a colocar sus cosas en mi habitación y a sacar la cama de arrastre que estaba bajo la mía. Era oficial, él sería mi compañero de cuarto durante unos días y no me quedaba más remedio que adaptarme y tratar de no hacer cosas que resultasen extrañas, como marcharme por las noches o antes de que amaneciese, por ejemplo.

Pero ya era tarde para andarse con discreciones. Tenía que marcharme como fuera.

―Bueno, debo irme ―dije, con torpeza―. No me esperes despierto.

Esbocé lo que pretendí que fuese una sonrisa burlona y salí de casa, antes de que pudiera decirme algo más y me entretuviera.

Una vez en la calle, apreté el paso y caminé decidido hacia el parque, donde se suponía que estaría África esperándome, en mi coche.

Suspiré de alivio cuando lo vi y corrí hasta que abrí la puerta del asiento de copiloto y me senté.

―¿Has comprobado si te seguían? ―preguntó ella nada más verme.

―No había nadie en la calle.

La vi poner los ojos en blanco.

―No estés nunca tan seguro de ello ―dijo, señalando un coche que acababa de doblar la esquina y se paró frente a una señal de ceda el paso, a pesar de que no había ningún automóvil pasando.

Nuestras sospechas se confirmaron cuando vimos que nos comenzaba a seguir. África comenzó a meterse en calles estrechas.

―Abre mi bolso ―me pidió, manteniendo la calma de tal forma que hizo que el vello de los brazos se me erizase bajo la sudadera.

Recogí el bolso del suelo de mi asiento e hice lo que me pidió. Me sorprendió encontrarme con una pistola.

―¿Qué es esto? ―le pregunté, pese a lo evidente de la respuesta.

―¿Crees que voy a andar por ahí, sola, sin nada con lo que protegerme?

El corazón me latía desbocado, y los oídos comenzaron a pitarme de una forma ensordecedora, mientras que una mezcla de emociones se apoderaban de mí, entre ellas, el pánico. Lo que me sorprendió era que no sentía miedo por mí, sino por lo que pudiera pasarle a ella.

―Dime que no piensas usarla.

Sin dudarlo, me arrebató el arma de las manos.

―No voy a quedar vivo a nadie dispuesto a matar a los míos ―contestó, firme y decidida. Como si eso no fuese algo nuevo para ella.

De pronto, pegó un frenazo, provocando que por poco no me chocase con el salpicadero. No tardamos ni diez segundos en ver al otro coche irrumpiendo en la misma calle donde nos encontrábamos parados.

África abrió la ventanilla y disparó a las ruedas delanteras, lo cual desencadenó que aquel vehículo derrapara en medio de la calle y se estampara contra un par de coches aparcados en paralelo.

―Voy a salir ―me dijo, con la respiración algo acelerada, lo que significaba que ya no estaba tan tranquila como antes―. Quédate aquí y no des problemas.

―¿Cómo te voy a dejar exponerte así? ―repuse―. Te acompaño.

―¿Acaso tienes un arma o de repente puedes usar el fuego? ―no dije nada―. Ya me parecía a mí.

Sin que pudiera hacer nada por detenerla, bajó de mi Seat, decidida a disparar a quien fuese que nos estuviera persiguiendo.

No pude evitar sentir el escalofrío que me recorrió, como si de un aviso se tratara. No me cabía la menor duda de que era un aviso de muerte. 

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora