Capítulo 26

43 6 1
                                    


Unos matones me empujaron de un coche en marcha. Antes de hacerlo, me quitaron la venda de los ojos y las esposas que mantenían inmovilizadas mis manos. No querían que supiera la ubicación del lugar donde me habían retenido. 

Tenía miedo. No por mí, sino por mi familia. ¿Qué pasaba si no cumplía con lo que pedían? Sin embargo, si hacía lo que se me exigía, las cosas no acabarían nada bien para Bruno y los suyos. Estaba entre la espada y la pared.

Me encontraba desorientado y dolorido. Había rodado por la carretera, me había raspado la piel y mi camisa azul estaba hecha un desastre. Me puse de pie como pude, comprobando que no tenía nada roto. Me costó varios segundos descubrir que estaba junto a un descampado cercano a la casa de mis padres. Al menos, habían tenido la consideración de dejarme cerca de donde vivía, si es que se podía llamar consideración a arrojarme de un coche en movimiento.

Al llegar a casa, tuve que tocar el timbre. Poco después de despertar, había comprobado que no tenía ni móvil, ni llaves, lo más seguro es que me lo hubiesen quitado todo.

Mi madre, cuando abrió la puerta, gritó de alegría y me abrazó con efusividad.

―¡Elián! ―exclamó―. ¿Estás bien? ¿Dónde has estado?

―Estoy bien, mamá ―respondí, soltándola.

Ella se horrorizó al ver mi estado.

―¿Pero qué te ha pasado? Tienes mal aspecto.

―No te preocupes por eso. Ha sido culpa mía ―mentí―. Me peleé, pero no volverá a pasar.

Tuve que inventarme eso, no iba a atemorizar a mi familia con las amenazas de esa chica, cuyo nombre al final supe que era Eleonor.

―¡Creíamos que habías desaparecido otra vez! ¿Cómo se te ocurre pelearte y no volver a casa? ―me regañó―. Estábamos a punto de llamar a la policía. Tu padre incluso salió a buscarte y vio tu coche cerca de aquí. ¡Deberías llamar si decides pasar la noche fuera!

Entre regaños, por fin pude entrar. La escena volvió a repetirse cuando me encontré con mi padre, con la diferencia de que fue mucho más severo que mi madre. Él me dejó saber que me iba a estar vigilando.

Con mi hermana todo fue diferente. Ella no me pidió explicaciones, sino que me abrazó rompiendo a llorar. Fue un alivio para mí, porque eso significaba que volvía a hablarme.

Adriana me dio mi teléfono y las llaves cuando nuestros padres nos dejaron solos en el salón. Me dijo que alguien había dejado mis cosas en el buzón y yo me excusé, diciéndole que se trataba de un extravío, pero que logré localizar el móvil e hice que quien lo tenía lo dejara allí. Por supuesto, mentir me parecía agotador, pero no tenía opción.

―Estaba encendido, lo encontré yo. No le dije nada a mamá y a papá para no preocuparles, porque quería ver primero si aparecías ―me explicó―. Una tal Olimpia no paraba de llamarte y de dejarte mensajes. También te llamó una chica que se llamaba África y un chico.

Me puse tenso.

―¿Y contestaste?

―No. Al contrario de lo que piensas, ya no me meto en donde no me llaman.

Recordé la vez en la que le dije que siempre tenía la oreja pegada a conversaciones ajenas. Puede que Adriana ya no fuera esa niña y que hubiese madurado un poco.

―Vale, gracias.

Intenté encenderlo, sin éxito.

―No tiene batería ―comentó mi hermana ―. ¿Quieres que te lo ponga a cargar?

Asentí.

Finalmente, me pude duchar y cambiar de ropa. Mis músculos se destensaron un poco, relajándose, aunque mi cabeza seguía en la sala de juntas donde había estado hacía tan solo unas horas. Las palabras de Eleonor se repetían como un eco, atormentándome. Un escalofrío recorrió mi espalda al llegar a la conclusión de que así sería mi vida, hiciera lo que hiciera. Me sentiría un miserable si no obedecía y dejaba que hiriesen a mi familia y, después, a mí mismo. La culpa también me acecharía si vendía a África y a Bruno, por mucho mal que me hubiesen hecho.

Mi madre me preparó mi comida favorita: macarrones a la carbonara. Me los comí con ansia, pues no había comido nada desde el día anterior. Después, ella me sugirió que me echara una siesta. Me pareció una buena idea y lo intenté. No conseguí pegar ojo, pese a lo cansado que estaba.

Tras un buen rato dando vueltas en la cama, localicé el móvil, que estaba sobre mi mesita de noche, cargándose. Lo desenchufé y lo encendí.

Sentí una punzada de culpabilidad cuando vi las llamadas perdidas de las personas a las que se suponía que tenía que traicionar. Luego llegué a las de Olimpia y a los numerosos mensajes que me había mandado. Me sentí fatal por ella, debí de haberla preocupado mucho, y eso que no se había pasado el día pensando que había desaparecido de nuevo, igual que mis padres y mi hermana, puesto que no estaba enterada de que no había podido regresar.

Decidí llamarla, esperando que pudiera manejar la situación. Ella, por suerte, contestó a los dos toques.

―Por fin me llamas ―dijo, enfadada.

―Lo siento. Tuve un día de locos ―comencé a decirle―. He leído tus mensajes.

―Menos mal ―masculló.

―Oli, cariño, quiero que sepas que no es tu culpa que no te contestara. No estoy enfadado porque me mirases el móvil, como dices.

La oí suspirar, aliviada, al otro lado de la línea.

―¿Entonces?

―Ya te lo he dicho, he tenido una locura de día. Pero tranquila, ahora todo va bien ―la tranquilicé, mintiéndole, en parte.

―Vale ―dijo, supongo que decidiendo creerme―. ¿Te gustaría ir a mi casa?

No creí que a mis padres les fuera a hacer ninguna gracia que me fuera, después de haber estado tan preocupados por mí.

―Pues sí, pero ahora mismo no puedo. Quizás mañana pueda ir.

―Ah ―murmuró, claramente decepcionada.

―Iré mañana, te lo prometo.

―¿Seguro? ―preguntó, algo ansiosa.

―Claro.

―¿Puedo preguntarte algo?

―Adelante.

Ella tardó unos segundos, antes de reunir el valor y preguntar:

―Elián, ¿qué sientes realmente por mí?

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora