Capítulo 12

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Al día siguiente, volví a mi piso a recoger el resto de mis pertenencias. Mis padres y yo habíamos decidido que vivir en la casa familiar, de momento, era permanente. Necesitaba estar junto a ellos y quizás ir a terapia. Lo que me había dicho mi hermana me había hecho considerarlo, no es que tuviera muchas opciones más.

Mientras estaba metiendo mis libros en una caja, sonó el timbre.

Suponiendo que era mi padre, que me prometió echar una mano, pulsé el botón para abrir la puerta de abajo, quedé abierta la del piso y continué con lo que estaba haciendo.

―Hola ―saludó una voz femenina al cabo de un par de minutos.

Alcé los ojos y vi a África.

―¿A qué has venido? ―inquirí, cruzándome de brazos.

Me miró abriendo y cerrando la boca, como si no supiera qué mentira contar.

―¿Vas a mentir? Porque si no vienes con una explicación, ya sabes dónde está la puerta.

―Lo siento mucho ―musitó, pareciendo realmente arrepentida.

Descrucé los brazos.

―Yo solo quiero saber por qué. ¿Por qué me mentiste? ¿Por qué me seguías? ―exigí saber, cansado de tantas mentiras.

―Ojalá pudiera decírtelo, Elián. Créeme, es mejor así. Cuanto menos sepas de todo lo que me rodea, mejor.

―Me da igual lo que creas que es mejor. Me tienes a oscuras y no es justo. Merezco saber la verdad, al fin y al cabo, es mi pasado. Me pertenece.

La miré, suplicándole con los ojos que me lo contara.

―Te seguía porque estoy preocupada por ti ―dijo.

De nuevo, parecía sincera. Sin embargo, otra vez sabía que eso no era todo. ¿Qué les pasaba a esos hermanos? ¿Por qué no podían contar toda la verdad?

―No entiendo por qué. Estoy bien.

―Yo sé que no ―contestó.

Se acercó para tocarme la cara, pero me aparté.

―No sé a qué te refieres. Estoy muy bien ―le aseguré ―. Vivo de nuevo con mis padres y voy a ir a terapia, pero todo esto es para poder rehacer mi vida y ser el hijo que mis padres quieren y el hermano que Adriana necesita. Y no sé por qué te estoy contando esto precisamente a ti.

―Está bien que me lo cuentes. Había una época en la que Bruno, tú y yo estábamos muy unidos.

―Me imagino.

Miró detrás de mí, al desastre que era el salón, que se encontraba con muchas de mis pertenencias esparcidas.

―¿Quieres que te ayude? ―preguntó.

―Mi padre dijo que vendría, pero vale. Un poco de ayuda no me iría mal.

Ella se dirigió al equipo de música, lo encendió y sintonizó la radio, hasta llegar a los 40 principales.

Una canción de Dvicio comenzó a sonar.

―¿Qué haces?

―Poner música para que nos amenice la tarea ―respondió.

―Ah, vale.

Vi cómo empezaba a colocar mis cosas en una caja, mientras canturreaba la canción que estaba sonando. Me reconocí a mí mismo que no lo hacía del todo mal, tenía una voz bonita.

En media hora tenía el salón medianamente decente, solo nos quedaban unas tazas y algo de ropa que me había dejado.

Me sonó el móvil cuando estábamos a punto de bajar para meter las cajas en el maletero de mi coche y en los asientos traseros. África había ido al baño y yo la estaba esperando.

―¿Sí? ―contesté.

―Hola, Elián.

―¡Oli! ―exclamé, sorprendido―. ¿Qué pasa?

―Aún no has guardado mi número ―dijo con decepción―. Bueno, no importa. Solo quería saber si estabas disponible.

―Pues ahora mismo estoy de mudanza.

África salió del baño y me dirigió una mirada de curiosidad.

―¿Ah, sí? Podría echarte una mano ―se ofreció.

Estaba seguro de que, si le hubiese dicho que África estaba ayudándome, se lo habría tomado fatal. Así que omití ese detalle.

―No hace falta, estoy acabando.

―¡Eso es genial! Podríamos quedar esta noche, entonces. Me gustaría llevarte a cenar a un sitio que me encanta.

Sabía que era mala idea. Olimpia se ilusionaba con una facilidad alarmante, según había observado, y no quería todo el drama que conllevaría romperle el corazón. Aun así, respondí:

―De acuerdo, ¿dónde te recojo?

―En mi casa. A las nueve. Sé puntual ―dijo, sonándome muy entusiasmada.

―Claro. Hasta luego.

Colgué, me guardé el móvil y cargué con un par de cajas, apiladas una encima de la otra. Las habíamos cerrado todas con cinta aislante, para evitar que el contenido se nos cayese.

―¿Era tu novia? ―preguntó África.

―No, solo es una amiga.

―¿Con derechos? ―quiso saber.

―¿Vas a ayudarme con las cajas o no? ―la corté, poco dispuesto a contestar sus preguntas indiscretas.

Puso los ojos en blanco y cargó con dos, como yo. Parecían demasiado pesadas para ella.

―Oye, baja el ritmo ―le pedí―. No quiero que te hagas daño.

―¿No me digas que eres el típico machito que cree que las chicas somos súper frágiles?

Ese comentario me molestó. Era la segunda persona en dos días que me llamaba machista, aunque ella lo hubiera hecho indirectamente.

―Como quieras, carga con dos si puedes ―me retracté.

Echó a andar y la seguí. Como tenía las llaves en el bolsillo, cerré la puerta tras de mí como pude, aunque fuésemos a subir enseguida a por más cajas. Por suerte, el edificio tenía ascensor y no teníamos que ir por las escaleras.

Ya abajo, fuimos hasta mi coche, aparcado en el garaje, y metimos las cajas en el fondo del maletero. Después, bajamos dos veces más, ya terminando. Cuando estábamos llegando al vehículo, escuché un grito de dolor.

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora