Capítulo 23

59 7 0
                                    


Oli había vuelto a insistir en saber lo que me pasaba. Quería saber quién era África y por qué me llamaba. ¡Si ella supiera! Estuve a punto de venirme abajo solo por no poder explicárselo. Había ocasiones en las que, egoístamente, deseaba que ella hubiese pasado por lo mismo que yo, de esa manera podría contarle todo y compartir lo que estaba sintiendo.

Cuando ya estuve fuera del edificio de Olimpia, tuve la sensación de que me estaban observando. Llevaba días así y no sabía si hacerles caso a mis sentidos o creer que me estaba volviendo loco. Decidí seguir como si nada y me dirigí a mi coche, que estaba aparcado cerca. Lo tenía en reserva y, si quería llegar a mi casa, tendría que parar en alguna gasolinera que me cayese de camino.

A los pocos segundos de salir del aparcamiento, vi que otro coche se ponía en marcha y empezaba a ir detrás de mí. Automáticamente, mi corazón se aceleró, más o menos a la misma vez que yo pisé el acelerador y me puse a ochenta en la ciudad, algo impensable, ya que el límite de velocidad era de cincuenta kilómetros por hora. Mientras conducía, miraba algunas veces el espejo retrovisor.

El otro automóvil, un Audi A6 de color negro, sorteaba sin ninguna dificultad el tráfico y se las arreglaba para ponerse siempre detrás de mi Seat. Intenté mirar quién lo conducía, sin éxito. Los cristales estaban tintados. Quien quiera que fuese era inteligente y, además, tenía dinero.

Mi frente comenzó a perlarse de sudor. Tendría que acabar parándome en una gasolinera si no quería quedarme tirado. Si eso pasaba, podría ser muy malo. A esas alturas ya estaba bastante seguro de que me estaban siguiendo, lo más probable que para nada bueno. No sabía si era Bruno, África o alguna de esas otras personas con habilidades, pero eso era lo de menos. Me instinto me decía que huyera y no pensaba desobedecer.

Pegué un frenazo en un semáforo que se puso en rojo. Cuando volví a mirar por el espejo, el Audi había desaparecido. Solté un suspiro de alivio y traté de convencerme de que todo estaba en mi cabeza y que había entrado en pánico por nada. ¿Por qué me iban a seguir a mí? África y Bruno no caerían tan bajo, al menos, eso me dije, aunque sí era cierto que continuaban llamándome. 

Después de dos minutos de espera, el semáforo cambió a verde y seguí mi trayectoria, esta vez conduciendo más despacio.

A menos de un kilómetro, había una gasolinera. Paré allí, me bajé y retiré la manguera para echar la gasolina. Al acabar y ponerla en su sitio, entré en la tienda a pagar los veinte euros que debía.

El chico que tenía que atenderme estaba tan entretenido con su móvil, que no me escuchó entrar. Miraba ensimismado la pantalla, sonreía y soltaba alguna que otra risotada. Disfruté lo mío ante ese panorama, hasta que me tuve que aclarar la garganta para que se percatara de mi presencia. Casi no pude evitar reírme cuando prácticamente saltó de su asiento y se puso rojo.

―Buenas noches ―saludó, intentando mantener la compostura.

―Te debo veinte euros por la gasolina.

―Muy bien, gracias ―tomó el billete que le tendí y lo guardó en la caja registradora.

―Deberías estar más atento, amigo. Podrían robarte y ni te enterarías ―le dije, medio de broma, medio en serio.

Su cara dejó de estar teñida de un simple color rojo, para dar paso a un rojo brillante. Como vi que lo estaba pasando mal por la vergüenza, le dejé en paz. Se veía que tenía que tratar asuntos muy importantes con algún ligue, o esa fue la impresión que me dio. ¿Quién era yo para impedir que, en un futuro próximo, tuviese un glorioso encuentro?

Al salir, entré en el coche y, por fin, me marché de allí. Después de la escena del gasolinero, se me había pasado el agobio que había pasado unos minutos atrás, aunque mi frente seguía perlada de sudor.

Cuando llegué al barrio de mis padres, me percaté de que el Audi A6 había vuelto. Iba dos coches por detrás. El corazón me dio un vuelco.

Cansado de asustarme por nada, intenté demostrarme a mí mismo que eran imaginaciones mías. Aparqué a unas calles de la de mi casa y aguardé dentro del Seat.

Entré en pánico cuando vi que el otro coche se había parado a la misma vez que el mío, en una plaza libre que había en la esquina de la calle. Me alarmé aún más al ver que pasaban los minutos y nadie se bajaba.

No sabía qué hacer, así que comencé a barajar posibilidades. La primera era bajarme, dirigirme al coche y tocar la ventanilla para ver quién demonios me estaba persiguiendo. La segunda era pasar por el lado del Audi caminando, a ver si alguien se acababa bajando y venía detrás de mí. Por supuesto, no iría a la casa de mis padres hasta que no estuviese seguro al cien por cien de que nadie venía detrás. La tercera, y última posibilidad, era huir como alma que lleva el diablo, y tenía que reconocer que era la opción más cobarde de todas.

Me decanté por la segunda opción. Era la mejor. Si yo tocaba la ventanilla como un poseído ―porque me conocía y eso era lo que acabaría haciendo― y resultaba que todo era fruto de la casualidad, tendría que dar muchas explicaciones y disculparme por ello, bastante avergonzado y rojo como mi amigo, el gasolinero. Igualmente, dudaba que la casualidad jugase algún papel.

Bajé del coche, lo cerré y eché a andar. No me detuve cuando pasé por delante del Audi y tampoco le eché un vistazo, aunque estuve muy tentado a hacerlo. No obstante, era consciente de que mirar no me llevaría a nada, sobre todo porque los cristales estaban tintados y, por otra parte, porque se darían cuenta de que sabía que estaba siendo acechado.

Saqué el móvil y, mediante el reflejo, veía con disimulo si detrás venía alguien o no. Cuando estaba alzándolo para volver a mirar, mi móvil se iluminó completamente, a causa de una llamada entrante de Gustavo. Iba a colgar, pero luego me angustié pensando en la posibilidad de que a mi hermana le hubiese pasado algo, así que contesté.

―¿Sí?

―Tenemos que hablar ―dijo él.

―¿Y ahora qué pasa? ―pregunté, en tono cansino. Si antes sentía cierta simpatía por ese chico, la había perdido.

―¿Que qué pasa? Adriana está bastante mal porque no os habláis.

Puse los ojos en blanco. ¿Para qué habré contestado? ―pensé.

―Es ella la que no me habla ―le corregí―. De todos modos, ¿no te parece penoso llamarme por esto?

―¿Penoso? Estoy preocupado por ella.

―Ah, lo olvidaba. Ahora eres un asaltacunas ―solté, muy enfadado.

―Mira, tío ―empezó a decir―, si te importa algo, habla con Adriana, porque da igual lo que puedas decir, estaremos juntos. Ya va siendo hora de que vayas asimilándolo.

Gustavo colgó y yo apagué el móvil, para que no volviera a pasar lo mismo. Necesitaba que la pantalla estuviese en negro para ver. Sin embargo, en la calle solitaria por la que estaba pasando había algunas farolas averiadas, así que era complicado mirar. No tuve más remedio que girarme mientras continuaba andando.

Me vi obligado a parar cuando choqué con alguien.

―Elián, cuánto tiempo sin verte ―escuché, antes de que todo se volviese negro, igual que en las películas. 

El pasado de EliánDonde viven las historias. Descúbrelo ahora