Horas después de mi grave bochorno, me encuentro enfundada en una larga pijama –de esas cómodas que sirven en los días malos-, con un té de hierbas en las manos y Safira en mi regazo, mofándose con sus ojos de felino malvado de mi desgracia. Los entrecierra satisfecha, haciendo que la envidia bulla en mí, por lo que la saco de su cómoda posición y la dejo en el suelo. Maúlla con enojo y se va contorneando la cola hasta la cocina.
Miro el reloj de pared de la sala que marca las siete y media. Papá fue a ver a mamá al trabajo hace más de una hora y prometió que traería chucherías para contentarme –aun cuando mamá me las prohibió, ¡como si fuera una niña!-, pero la paciencia se me está agotando y el recuerdo de la cafetería entera mirándome tras pegar el grito a los cielos viene a mí torturándome.
«En serio, no me lo quiero preguntar, pero ¿por qué a mí?».
Me levanto del mueble cansada de esperar y torturarme y voy a la cocina a preparar canguiles y derretir chocolate. Hace horas que evacué cada fibra de mi organismo, por lo que necesito algo dulce y salado para recomponerlo, y no me importa si eso me va a regresar al baño. ¡Ya estuve mucho tiempo ahí!
Mientras preparo mis caprichos, Safira empieza a enredar su cola por mis piernas.
—Aún no olvido el aruñón —farfullo molesta, pero ella no se inmuta y sigue moviendo su cola con apremio—. ¿Tienes hambre?
Maúlla con fuerza en respuesta y se estira en toda su longitud en la pared del mesón.
—¿El vecino ya no te quiere? —pregunto mirándola con aprensión. Safira se sienta y me mira entrecerrando los ojos lentamente—. Ah, no. A mí no me adulas —digo dándole la espalda para controlar el microondas, pero ella vuelve a maullar—. Necesitas más que un «miau» para que te perdone.
Sin embargo, no desiste y se acuesta sobre mis pantuflas.
—Oh, vamos. No me pongas en esta situación —pido como si ella fuera a hacerme caso—. No me conviertas en alguien fácil.
Sus ojos se dilatan y se acurruca a mis pies, dejando la panza al aire.
—Bien, me rindo —me agacho y la cojo para abrazarla—. Eres una consentida, chiquitina y caprichosa —digo con la voz más melosa que tengo. La gata ronronea y se deja mimar, pero al encontrarse con mi cabello empieza a jugar con él subiendo la intensidad de cero a cien—. ¡No, Safira, duele! —chillo apartándola y dejándola en el suelo—. Eres de temer.
Ella, satisfecha de haber conseguido atención, me ignora olímpicamente mientras se acicala con una flexibilidad envidiable. Apago el microondas y camino hasta el espejo que hay en el recibidor para ver mi estado: tal y como lo imaginaba, mi cabello luce como estropajo. Después de recogerlo en una coleta, regreso a la cocina y pongo en una cacerola una porción de canguil, le añado el chocolate que derretí hace un rato y me dirijo a la sala a esperar a los dueños de la casa.
Enciendo mi celular para enviarle un mensaje a papá preguntando dónde están y me encuentro con la sorpresa de tres mensajes. El primero es de Mateo, el segundo de Elena y el tercero es de la compañía telefónica.
Leo el de Mateo que dice: «Deberían prohibirnos el dulce; lo llevamos en la sangre».
—No sirves de consuelo —digo al teléfono—. «Ven a cuidarme» —deletreo con voz infantil.
Luego paso al de Elena: «¿Nervios? Creo que se fueron al extremo».
—Yo diría que abandono —murmuro escribiendo otro mensaje esta vez para ella, pero el contacto de papá aparece en la pantalla impidiéndome mi tarea. Pulso en contestar y pregunto con entusiasmo—: ¿Qué reporte me tienes, oso mayor?
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Sam y el amor (en pausa)
Chick-LitA sus veinticuatro años Samantha ha tenido más rupturas románticas que vidas su gata. Ha vivido desde un romance de niños, hasta uno de adultos; fue engañada y también parte de un engaño. ¡Incluso fue parte de un harem! El asunto con sus relaciones...