En los ojos del que lo ve.

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Observo mi taza humeante sin ganas de responderle a Elena. Da varios golpecitos con el pie en el suelo y se cruza de brazos. La impaciencia en Elena es como la terquedad en mí: no hay santo que nos la quite.

—Estoy esperando que sueltes todo —murmura poniendo su mirada asesina.

—Necesitas a tu novio. Últimamente te veo muy gruñona —musito revolviendo mi café. Mala elección de palabras.

—No estoy gruñona, y no cambies de tema. ¿Qué pasó entre mi hermano y tú?

Suspiro largo y tendido. ¿Cómo explico mi situación sin desvariar?

—Nada —repito la cantaleta del día. Ella me mira enarcando una ceja y no me queda más que ordenar mis ideas, porque sí, en eso soy muy buena—. La noche de mi accidente —carraspeo evitando mencionar «laxantes», «diarrea» y «público» en una sola oración—, estaba sola e iba a pedirte que me hicieras compañía, pero hice un mal clic y el mensaje le llegó directamente a tu hermano.

Elena sigue levantando la ceja; admiro su capacidad para no sufrir calambres.

—Tienes que ver el mensaje —digo impaciente. Si no se lo puedo expresar, que ella misma lo vea. Le muestro la conversación y ella abre la boca en una perfecta «o».

—Eres una... ¡Le enviaste una invitación sugerente a mi hermano!

—¡Era para ti! —chillo en cambio tapándome la cara. Siento los colores subírseme hasta la coronilla.

—Sam, te adoro, pero tengo novio —responde regresándome el celular.

—Tonta —río—. Como sea, él llegó a mi casa con caramelos de café...

—¡Y caíste! —De repente su semblante ha cambiado de la molestia e incomodidad, a la curiosidad innata de una pre-adolescente—. ¿Tú y él...?

«Fuera bueno», pienso para mis adentros. Mi cara se pone más roja con la específica imagen que se apresura a ganar terreno en mi mente. Niego para espantarla; no es hora de tener pensamientos nocturnos.

—No, para nada. Solo conversamos.

Sus hombros caen desilusionados.

—Entonces, ¿de qué conversaron?

Juego con mis manos, doy un sorbo a mi café, regreso al juego de mis manos y así sigo, evitando el tema.

—Tú me pediste consejo, ahora no te quedes callada —sentencia Elena regresando a su estado impaciente. Me sorprende cómo puede ser psicóloga.

—Hablamos sobre jarrones y clavos —respondo. Y es cierto, nos llenamos de metáforas hasta la lengua y terminamos confundiendo la retórica con la realidad..., o al menos yo lo hice.

—Dudo que solo hablaran de eso —cruza sus brazos sobre su pecho. En lo que va de la plática, ni siquiera ha tocado su café; Elena está muy rara, demasiado diría yo.

—No lo entenderías si solo te contara de esa noche. Hemos venido conversando entre indirectas y metáforas desde hace unos días y todo se ha puesto confuso.

—Explica para que te entienda.

—Bien. —Me acomodo en el asiento y deposito mis manos sobre mi regazo, lista para hablar sin tapujos. Y le cuento. Le cuento sobre la analogía del jarrón y los corazones rotos, lo que creo sobre eso y la historia del clavo que saca otro clavo. No omito la parte en que él me decía que estaba molesto consigo mismo (información que no debería revelarle a la hermana del chico que me gusta, pero siendo ella mi mejor amiga, no hay preferencia para Nick) y sobre mi enorme confusión. Al final, Elena solo asiente y me mira con sus ojos analíticos. Ahí va la psicóloga innata.

Sam y el amor (en pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora