El café de la discordia.

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El café humea frente a mí pidiéndome que lo deje de observar, pero ante la insistente mirada de Samuel, no puedo más que analizar el vapor que de él sale. Han pasado cuarenta minutos desde que salimos del museo y no encuentro la manera de sentirme cómoda junto a él. Es tan intensa su mirada, como si quisiera atravesarme.

—Entonces, Sam... —empieza diciendo, pero yo lo interrumpo con lo primero que se me viene a la mente.

—¿Cómo supiste mi segundo nombre? —Él sonríe de lado.

—Te dije que lo lograría.

—Sí, pero ¿cómo lo supiste? —insisto. Siento invadida mi privacidad y no me gusta.

—Un buen mago nunca revela sus trucos —dice tomando su cerveza sin despegar sus ojos café de mí—, Arlette —agrega.

—Me basta con Samantha —murmuro tomando la taza entre mis manos.

—A mí me gusta Arlette; es único. —Se encoge de hombros.

—A mí no.

—¿Por qué no?

—No te lo diré —niego con la cabeza repetidamente para darle más énfasis, y al darme cuenta del gesto infantil que estoy haciendo, me yergo en el asiento. Es fácil despistarse con este muchacho alrededor.

—¿Es por algún fetiche? —inquiere levantando cómicamente la ceja. Niego efusivamente—. Porque si es así, prometo que no soy un fetichista —continúa sin esperar mi respuesta—, aunque si tú quieres, puedo serlo.

Y guiña el ojo. ¡Válgame dios!

—No es tan complicado, simplemente no me gusta —refuto—. Las personas solían pronunciarlo como «ar-le-té» y eso me ponía del mal humor. ¿Quién ha visto la tilde en el nombre?

—Vaya —gesticula una mueca burlona—, no pensaba que fueras temática hasta esos extremos.

—No lo soy —objeto—, simplemente no saben pronunciarlo y tengo que aclararlo.

—¿Ves? Temática —comenta ladeando más su boca. Yo volteo los ojos, ¡es imposible convencerlo de lo contrario! «Me recuerda a alguien», sugiere mi consciencia traicionera. Puede que sea en ocasiones algo terca, pero no al punto de Samuel; ¡él es necio en palabras mayores!—. ¿Para qué otras cosas eres temática?

—He dicho que no lo soy —continúo negando, aun cuando se me viene a la mente una lista enorme de cosas que me ponen quisquillosa. No puedo negarlo, son los genes Fuentes.

—Yo podría nombrar una —sugiere Samuel con seguridad.

—Dudo que puedas —cruzo mis brazos sobre mi pecho, dejando aparecer una sonrisa competitiva en mi rostro.

—En serio, la tengo —afirma arrogante.

—Inténtalo, ya veremos —acepto la apuesta con la confianza de que es poco lo que él conoce de mí.

—Pero antes —levanta su mano y se inclina más hacia la mesa—. Si acierto, sales conmigo en una cita.

Resoplo. No podría ser peor.

—Ya, y si no aciertas —advierto—, no más encuentros.

—Acepto —dice asintiendo con el rostro impregnado de convicción. Su seguridad me pone nerviosa, ¿y si en realidad sabe algo de mí y termina ganando? No podría ser, apenas hemos tenido uno que otro encuentro (que han terminado mal) y dudo que alguien pueda ser tan perceptivo como para leer a una persona tras unos cuantos gestos.

«Descubrió tu nombre», sugiere una vocecilla en mi cabeza. «Y qué otras cosas más».

—Entonces, dilo.

Sam y el amor (en pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora