El mes femenino suele ser muy colorido. Existen días buenos, malos y la combinación de ambos; hay días en los que no soportamos el mundo porque así lo queremos y están esos otros en los que tampoco lo soportamos porque no podemos evitarlo. Variedad, ¿lo ven? Pero hay algo que nunca puede faltar en cualquiera de los treinta días del mes (tenemos un margen de error de un día saltando un mes en los que nos salvamos de esta regla): la contradicción.
La contradicción reina nuestras vidas y ¡ay quien me venga a decir que no porque hago un ritual y le quito ese don! Al punto. Puedo enumerar muchas situaciones en las que esta particularidad ejerce el control de nuestras decisiones, porque hay que ver que nuestra rutina está llena de luchas entre nuestra mente y nuestro corazón. Pero dado que estoy impaciente, finiquitaré este tema con un solo ejemplo.
Como decía antes, hay días y días. Pensemos en aquellos en los que decidimos ser más mujeres que nunca, tomar control de nuestras vidas y empezar la bendita dieta que venimos posponiendo hace cinco kilos atrás. La primera media hora de masticar los alimentos es tolerable; a veces llegas a pensar en esos dulces y esa hamburguesa que podrías estar degustando en ese momento, pero haces acopio de fuerza de voluntad y te dices a ti misma que vale la pena el esfuerzo de no caer en la tentación. Entonces viene la hora del postre y vas al refrigerador por algo de fruta fresca para complementar tu nuevo y sano estilo de vida. Es ahí cuando lo ves.
—¿Qué ves?
—El chocolate.
Exacto, el chocolate. Pero no cualquier chocolate, sino ese bombón único y especial que vienes guardando de hace días porque, como es obvio, es único en su especie y no puede ser malgastado en cualquier merienda rápida de mala vida o en un desayuno forzado por los antihistamínicos para la alergia. No, lo estás reservando para una ocasión especial en la que lo puedas saborear, degustar e inmortalizar en tu paladar, porque sabes que no encontrarás otro como ese. ¡Pero alto ahí! No te lo puedes comer, tramposa. Acabas de empezar la dieta y te has prometido a ti misma no fallar como las otras veces porque necesitas probarte que sí puedes lograrlo, que no eres una cobarde que se deja llevar por la tentación y no cumple sus metas.
Pero es que ¡mira ese chocolate! Tan delicioso, tan dulce y tan amargo al mismo tiempo; duro al tacto pero que al masticarlo sabes que se deshará en tu paladar y se convertirá nada más que en manjar de los dioses.
Rayos...
Es ahí cuando te das cuenta de que no hay ni habrá nada mejor ni comparable con ese suculento chocolate bien empaquetado en esos pantalones de oficina que apenas y has podido probar. ¡Ay bendito!, ¿quién cambió la refrigeradora por el calefactor? ¡Qué calor que hace aquí!
«Samantha, ¡al punto!».
Claro, ¡al punto! ¿En qué iba?
—El chocolate.
Ah, sí. El chocolate.
Tu mano tiembla por cogerlo y llevártelo a la boca para comértelo de un bocado, pero el escaso raciocinio que en esos instantes te queda hace acopio de una fuerza de voluntad increíble que el mismo maestro Shifu envidiaría, y grita «¡no!» antes de que puedas cometer un delito. Retrocedes y recuerdas la dieta; recuerdas lo difícil que ha sido llegar hasta aquí y lo mucho que falta por recorrer antes de poder merecerte ese bombón que tanto deseas... Y recuerdas, más que nada, que te amarraste muy bien las enaguas a la cintura y decidiste poner fin a tanta inestabilidad emocional en tu vida; quiero decir, dietética, inestabilidad dietética.
«Dios, estas enaguas ajustan más que mil mantras de voluntad», pienso. «O tal vez es la faja».
Entonces, decía...
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Sam y el amor (en pausa)
ChickLitA sus veinticuatro años Samantha ha tenido más rupturas románticas que vidas su gata. Ha vivido desde un romance de niños, hasta uno de adultos; fue engañada y también parte de un engaño. ¡Incluso fue parte de un harem! El asunto con sus relaciones...